lunes, 3 de agosto de 2020

La marca en el hombro









Los arbustos apenas se movieron cuando los tres pasaron. El pequeño grupo se movía con rapidez tras la pista de los ataques. Era la tercera caravana imperial sorprendida en el camino. Nunca había sobrevivientes. Testigos. Nada.
Los señores del norte fueron convocados por los estandartes imperiales en busca de explicaciones. Los rumores de sedición corrieron más rápidos que el vino. El imperio creía que las casas reales norteñas estaban detrás del asunto y preparaba el escarmiento. Sólo la oportuna intervención de Onirio, responsable de la fe, puso la matanza en espera. Pidieron tiempo para enviar a un grupo en busca de la verdad. Les fue concedido, no sin antes tomar de rehenes a los príncipes de cada casa. La daga del imperio se apoyaba, fría, sobre las gargantas del norte.
 Cada una de las tres casas principales envió a uno de sus mejores. Crandall entregó al mejor rastreador que había nacido cercas de las montañas, Arness. Livory proveyó a su mejor arquera, Libella y Portas, el helado puerto cercano a los picos azules, al dueño del hacha más pesada y filosa de las montañas, Rodas. Cabalgaron sin descanso persiguiendo rastros dejando los caballos en alguna aldea y adentrándose en el bosque a pie para no ser detectados. Ni siquiera se permitieron hacer fuego en las frías noches. El tiempo los apremiaba.

Era pasado el mediodía cuando encontraron los primeros restos. Arness revisó los cuerpos. Más de treinta. La mitad tenía la garganta destrozada.

─Quizás los encontraron los lobos antes que nosotros ─arriesgó.

─¿Cuáles? ─gruñó Rodas mientras miraba el bosque buscando amenazas.

─Estamos dentro del imperio y lejos de los fuertes. No podemos ir a decirles que los han traspasado. Creerán que los nuestros fueron los atacantes. ─dijo Libela mientras revisaba los carromatos.

─No hay manera de que crean algo distinto arquera. Solo estamos ganando tiempo.

─Me llamo Libela ─dijo mientras tiraba un cofre con la espiga de acero grabada en frente de ellos ─Harías bien en aprendértelo así como yo me aprendí el tuyo Arness.

Rodas se agachó y abrió el cofre. Vacío. Gruñó porque esperaba encontrar algo de oro.

Libela volvió arrastrando el cuerpo de un caído. Le habían arrancado la mitad de la mandibula y la lengua colgaba como un adorno. Le sacó la hombrera y se le vieron cinco martillos tatuados a fuego en el hombro. .

─Un magister. Murió con la espada en su mano. ¿Ven este bolsillo de aquí? ─preguntó mostrando debajo de su pechera la arquera. Luego se acercó al cofre y le sacó una llave aún puesta y la devolvió al maltrecho cuerpo.

─Tantas explicaciones para decir que los robaron? ─Rió Arness.

─Ese cofre no es de oro idiota. Es la correspondencia. Las órdenes entre los fuertes, seguramente la estrategia de invierno. Se mandan tierra adentro, alejadas de la frontera. Por seguridad.

─¿Y tú como sábes tanto arquera? ─ladró Rodas con una mueca de desprecio.

Libela se quitó su hombrera. Pero no había un martillo grabado allí sino eslabones, ocho, formando un circulo que se ampliaba. Se decía que cuanto más larga la cadena más cerca de la lealtad se estaba. La simple marca que le daba el imperio a los esclavos.

─Seis años sirviendo en Casa Negra. Otros dos más cuidando los culos imperiales en estas caravanas de mierda. ─Dijo Libela y escupió al suelo. ─Por eso lo sé

 Las miradas se cruzaron por un momento y Rodas gruñó, pero se apartó de su camino mientras ella pasaba para buscar más rastros. El hachero era uno de los pocos al que el imperio no había tomado como siervo en el norte. Huyó a las montañas y solo regresó cuando las cosas se calmaron. Prefirieron negociar con él y los suyos para no tener que verse envueltos en una dura campaña militar en los Picos Azules. Ningún hombro montañés tenía marcas.
Arness miró al suelo pensando en su hombro. Allí también reposaban un par de eslabones pero le daba vergüenza mostrarlos. Sería mejor que encontraran un rastro pronto porque parecían estar en territorio enemigo.

El bosque estaba limpio. No había podido encontrar ninguna huella más allá de los doscientos pies del ataque. Había señales de que los atacantes habían perdido de los suyos pero habían arrastrado los cuerpos a la espesura. Y allí adentro nada. El bosque parecía haberlos devorado.

─No hacen falta muchos si quieres preparar una emboscada por aquí.

─Viajaban ligeros. Unos quince caballeros montados pero sin corazas. El resto eran arqueros e infantería. Tres carromatos. Unos cincuenta hombres armados en total. ─Describió Libela.

─Las anteriores estaban más vigiladas. Parece que intentaron algo nuevo. ─Sugirió Arness que estaba en el suelo buscando olores.

─Buscaron ganar tiempo. Viajar ligero. Querían cruzar rápido la región.

─Mismo resultado. ─Contestó Rodas con la vista fija en el bosque.

Libela empezó a ver que Rodas presentía algo y se paró junto a él.

─Háblame gruñón.

Señaló los árboles. Las ramas bajas estaban rotas. Había marcas en la corteza. Pero eran frondosos como para ocultar a alguien que trepara lo suficiente.

─Los atacaron desde arriba. Cayeron sobre ellos.

Libela asintió con la cabeza y empezó a examinar los árboles.

─Cayeron en medio de ellos. Los partieron como a una serpiente. ─Aseguró el hachero.

─Hay algo que se te escapa grandulón ─escupió Arness. ─Los jinetes fueron desmontados y asesinados en la retaguardia. Se mantuvieron juntos esperando el ataque, portaban sus espadas y no los vieron llegar. Tampoco hay huellas de huida. ¿Cómo se fueron sin dejar rastros? No creo que se los haya tragado la tierra...

Libela y Rodas se miraron y echaron un vistazo a su alrededor. Tomaron lanzas de los caídos y caminaron hasta donde se perdían las huellas, luego empezaron a pinchar los arbustos.

─¿Qué piensan encontrar allí?

Un sonido sordo y hueco hizo que el hachero y la arquera se miraran. Allí, en un arbusto que parecía seco pero en realidad estaba disimulando algo. La entrada de una estrecha trinchera tapada con un tablón. Habían dado con la trampilla de un túnel. Ingenioso. Si había suficientes túneles cruzando el bosque podían movilizar un ejército.

─Parece que si se los tragó la tierra después de todo Arness. Eres más bueno de lo que pensábamos. ─señaló, filosa la arquera.

─Muy graciosa lyvoriense. No puedo rastrear debajo de la tierra.

─¿Tú que piensas Rodas?

─Excusas ─gruñó el grandulón.

Arness resopló y saltó al túnel. Era más profundo de lo que pensaba. Superaba en altura a un hombre de pie.

─Esto no es algo hecho para la emboscada. Está consolidado. La tierra lleva tiempo excavada, pero si habían logrado pasar la línea de fuertes...¿Por qué no atacar desde donde no los esperan?

Ninguno de los tres lo sabía pero esos túneles llevaban a la respuesta así que se internaron en ellos.
Había varias salidas pero si los seguías lo suficiente iban hacia lo profundo.

─Una vez escuché que los bóreos viven en cuevas profundas. ─Comenzó a relatar Arness. Se acostumbran tanto a la oscuridad que solo salen de noche.

─Se dice demasiado de ellos. Lo cierto es que el imperio logró mantenerlos a raya...o al menos eso creíamos. ─Dijo Libela mientras intentaba ver algo en la oscuridad.

Rodas le tocó el hombro y luego la nariz. El túnel se estrechaba y el hachero cada vez iba más incómodo.

─Huele.

Arness iba delante y ya estaba al tanto de que el olor a pelambre era intenso. Se volvió hacia ellos y los alertó. Estaban cerca.

─Madriguera.

Prepararon sus armas. El estrecho túnel dio paso a una especie de amplia cámara con antorchas en las improvisadas paredes. Necesitaban luz después de todo.

─No sabemos cuantos son aún. Me adelantaré. ─dijo Libela y se esfumó de su lado.

Rodas se colgó el hacha y tomó una espada corta de su cinturón. Odiaba ese pequeño filo pero no tenía más remedio. No estaba seguro de poder estar cómodamente de pie en aquella improvisada sala. Mucho menos de poder blandir su imponente acero. Arness revisó un mesón donde había unos papeles. Algunas cartas tenían el sello imperial. Seguramente aún no sabían del pequeño grupo que los seguía ya que habían dejado el botín cerca del ataque.

«Demasiados confiados están estos perros» pensó y saboreó el momento en que los sorprendieran. Una mano en su hombro lo sobresaltó.

─Deja de jugar Arness ─le dijo Libela mientras revisaba las cartas. ─Se llevaron los mapas y las órdenes, esto es solo correspondencia personal.

─¿Cuántos son?

─Por las voces más de veinte. Hay unas barracas más adelante. Estos no son túneles. Esto es un cuartel.

─¿Quién va a creer ahora que el norte no conspira contra el imperio? ─Se lamentó Arness.

─No seas ingenuo. Esto es la prueba de que sí hemos estado conspirando. He oído el acento de las montañas allí adentro.

─¿Qué hacemos entonces?

─No vine aquí a matar norteños ─dijo la arquera muy segura de sus palabras.

Arness la miró y sus ojos se agrandaron de pronto. Apenas tuvo tiempo de empujarla mientras el silbido de una flecha los encontraba. Para cuando la arquera se levantó el rastreador estaba de rodillas. La pluma sobresalía del pecho pero el resto había pasado a través de él. Libela volteó la mesa justo a tiempo para que el resto de la andanada impacte en la dura madera.
Desenvainó con la resignación de que sería difícil resistir en aquel lúgubre lugar.

─¡Norteños...somos norteños maldita sea! ─les gritó pero no pareció importarles. Las flechas siguieron volando desde la negrura.

Libela escuchó pasos pesados a su espalda y temió lo peor pero era Rodas que había tomado impulso. Levantó el pesado mesón y lo usó como escudo para arremeter contra el extremo de la sala. Pronto sintió el peso de los oponentes pero siguió empujando mientras usaba la espada corta para apuñalar por un lado. Pisaba con fuerza los cuerpos que iban cayendo para que no tuvieran oportunidad de atacarlo por la espalda. Una flecha silbo junto a él. Libela atacaba los resquicios que dejaba el hachero con asombrosa precisión a pesar de la oscuridad. Rodas encontró finalmente el siguiente túnel pero no dejó de empujar con el mesón. Libela usaba su daga para rematar a los heridos. Ya no había tiempo para revisar promesas. Si había una chance de salir con vida pensaba utilizarla.
Rodas sintió que ya no había oposición y se asomó por sobre el tablón para ver que había llegado a una sala más grande todavía. Quedaban tres enemigos ante él asombrados por la fuerza y el tamaño del hombre de las montañas. Lanzó la mesa a un costado como si fuera de papel y descolgó el hacha ahora que tenía más espacio.

─Despacio grandulón ─Le gritó uno de ellos. ─Todos somos del norte aquí...

Rodas permaneció impasible eligiendo a quién cortaría al medio primero.

─Ustedes atacaron ─gritó Libela enceguecida y dolida a la vez por la muerte de Arness.

─ ¿Saben que hace el imperio con los traidores? ¿Qué crees que pasará si los dejamos ir?

─No pienso pedir permiso─ gruñó Rodas y avanzó hacia el que hablaba.

Los otros también avanzaron para interponerse, pero el hacha fue demasiado. Venció la resistencia de sus brazos haciendo que sus espadas se volvieran contra ellos. Sólo quedaba el bocón en pie que estaba recostado contra la pared mirando de reojo un túnel que seguramente lo llevaba hacia otra cámara pero Rodas ya se había interpuesto.

─Nos han condenado a todos. Sábes que no estamos en condiciones de presentar batalla. ─Le gritó la arquera.

─Cierto niña. Eso ya lo sabíamos, nosotros no podemos pero ellos sí. ─Dijo y tomó una pequeña calavera que colgaba de su cuello. La sopló con fuerza aunque no se oyó ningún sonido.

─Lo siento...realmente lo siento, no se pueden ir. ─fue todo lo que dijo con una sonrisa maliciosa antes de que el hacha de Rodas diera cuenta de él.

Libela tomó el extraño cráneo de su cuello. Revisó su pecho y halló un lenguaje extraño grabado.

─Garou...el culto del lobo ─Gruñó Rodas ─Y esos son sus sirvientes ─dijo señalando con el hacha ensangrentada.

─El conquistador lo prohibió hace siglos. ─Murmuró Libela. ─Solo conocemos historias.

Rodas miró a su alrededor.

─El lobo nunca se fue de su madriguera.

Los ecos de potentes aullidos se escucharon en los túneles. Al parecer el silbido del cráneo los había despertado. Rodas apretó el mango del hacha y las correas de cuero que lo cubrían se quejaron por la presión. Libela le puso una mano en el antebrazo para llamar su atención.

─Tenemos que irnos grandulón. Rodas...Rodas escúchame.

Rodas salió por un momento de su trance y la miró.

─No sabemos lo que son, si hombres o bestias pero estamos en su casa. No será esta vez...

Rodas bufó y se colgó el hacha. No estaba tan lejos de la entrada que habían descubierto y todavía quedaba algo de luz. Tenían una pequeña posibilidad.
Volvieron rápido a la salida con la certeza de que les pisaban los talones. Gruñidos y aullidos se habían multiplicado y parecían venir de todas direcciones. Apenas tuvieron tiempo para tomar la daga de Arness y su hombrera. Debían restituirlas a su señor como testimonio de su bravura. Vieron eslabones marcados a fuego en su hombro pero no dijeron nada. Solo partieron.
El bosque ya había sido ganado por las sombras pero el sol todavía se dejaba ver entre el follaje.

Libela salió primero y esperó por él. Ese fue su error. Rodas escuchó ruidos de lucha y supo que los estaban esperando. Para cuando salió Libela estaba caída en el suelo y rodeada por tres enemigos. Distinguió huesos y pieles cubriéndolos además de que tenían practicamente su tamaño. Las correas de cuero del mango de su hacha volvieron a quejarse cuando afirmó la empuñadura con sus gruesos dedos.

Libela entreabrió los ojos y sintió un ligero bamboleo. Se sintió en el aire y así era. Rodas la cargaba en brazos y ya no se veían arboles. Estaban en un claro.

─Ya puedes bajarme grandulón.

─¿Podrás caminar arquera?

Apenas se puso de pie se tomó el costado cruzada por un agudo dolor. Tuvo que apoyarse en él para no caerse. Se sintió la sangre y vio que tenía lo que parecía ser la marca de un zarpazo. Eran tres líneas profundas que se hundían en la carne. Encontró otras heridas similares en su espalda. También tenía marcas en la coraza. Pero esas eran hechas por el filo del acero. También una abolladura que hundía su pechera y le dificultaba respirar así que se la quitó. Todo su pecho era un enorme mancha azulada. Solo así pudo seguirle el paso al hachero que buscaba los fuegos de una pequeña aldea cercana. Vio que él estaba tan o más herido que ella. Zarpazos le surcaban la espalda y el pecho pero la sangre que lo manchaba no parecía ser enteramente suya. Hubiera pagado por ver esa pelea.

─Estás lastimado grandulón ¿quieres que te cargue? ─bromeó ella con un hilo de voz.

El sonrió quizás por primera vez en todo el viaje.

─Caricias ─se limitó a decir.

   
El la tomó de la cintura y caminaron un buen trecho hasta encontrar gente. La aldea era pequeña pero al menos contaban con agua fresca y la hospitalidad que generaba Rodas gracias al temor que despertaba. Atendieron a Libela lo mejor que pudieron, lavaron sus heridas y la mantuvieron caliente. Sin embargo no vivió hasta la mañana. Rodas no durmió ni atendió sus heridas y le tomó la mano cuando ella se despidió de él dándole su hombrera y su daga.

─No les digas que me cargaste.

─Les diré que tú lo hiciste ─Contestó, pero ella no llegó a escucharlo. La delgada mano cayó de sus dedos al suelo.

Él se quedó junto a ella en silencio hasta la mañana. Luego la enterró en las afueras de la aldea. Envolvió las cosas de Arness y de ella en un lienzo y después de pensarlo puso allí también su espada corta y el pequeño cráneo del sirviente de los perros.

─¿Dónde hay un puesto imperial por aquí?

─A dos días de caballo de aquí señor ─Contestó un muchacho que no dejaba de mirarlo con fascinación.

Sacó una de las cintas de cuero de su empuñadura y ató fuertemente el fardo con las pertenencias de los tres.

─Llévales esto y diles donde está enterrada. Merece todos los honores que el norte puede dar.

 ─¿Y qué les diré de usted señor?

─Que nunca volví del bosque. Sólo vieron a la arquera...

Los aldeanos lo vieron irse ensangrentado como había llegado. Tenía un hacha enorme que colgaba de su hombro que también sangraba desafiante.
Rodas sabía que no podía volver a los suyos. No con la derrota y la confirmación de que el norte conspiraba en las narices del imperio. Era preferible la muerte.
La brisa fría de la mañana refresco su pecho y le trajo alivio. Se lavó en un arroyo e hizo emplastes con hojas que solo los montañeses conocían. Luego miró hacia el bosque y por detrás de él las montañas del espinazo que se recortaban en el horizonte. Recordó el camino alto y los rumores de los soldados imperiales. En Valle del Dragón se había formado una resistencia. Por ahí fueran cuentos pero quién sabe. Sólo hizo un alto más en el camino antes de tomar el sendero a las montañas. Hizo un gran fogata y calentó su hacha. La apoyó al rojo en sus heridas. Mordió una vara para no gritar y esta se hizo pedazos. Para cuando terminó de cauterizarlo todo aún quedaba calor en la hoja asi que apoyó el filo con cuidado y dibujó pacientemente un modesto eslabón en su hombro izquierdo. No era perfecto pero le bastó. Se sintió satisfecho y volvió a emprender el camino.

Tenía curiosidad por saber lo que hallaría del otro lado.

















 

 














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