sábado, 9 de febrero de 2019

La maldición del concilio



Agus fue llevado ante el concilio apenas pasado el mediodía. Se ataron las manos con una modesta cuerda gracias al arreglo que hizo el sacerdote Amilad para evitar los grilletes. Putrid caminó junto a él todo el trayecto sin mucho más que hacer que observarlo. No estaba encadenado así que nada lo retenía si deseaba escapar. Pero por alguna razón estaba interesado en conocer el concilio. Sin embargo el sacerdote no era ingenuo y un escuadrón de arqueros vigilaba desde las alturas sin mostrarse demasiado. Sabía que era un rehén ideal para ser tomado por el guerrero. Su rango, su edad. Todo conspiraba contra él.
Todo era ceremonioso en la puerta de los dioses. Así que uno por uno, visitaron en su marcha los portales de cada templo, donde una comitiva se unía al séquito para continuar la travesía.
Putrid conoció apenas los templos cuando llegó. Pero ahora que pudo contemplarlos con detenimiento, la ciudad le pareció más inquietante aún. El templo del ojo no era más que un portal de piedra oscuro lleno de cuervos con un altar piramidal en el fondo, decían los acólitos que no podían tener un techo sobre sus cabezas porque el ojo del cielo debía contemplarlos día y noche. Lo cierto es que las cámaras sacerdotales estaban bajo suelo donde hacían sus rituales. Los olores nauseabundos no presagiaban nada bueno.



La situación no mejoraba cuando se acercaban al templo del herrero. La Madre Forja estaba tallada en el umbral. Una diosa de ojos desquiciados y largos cabellos que hacían de marco. La boca estaba representada por la abertura del portal dándole un toque siniestro a la fachada. Allí había agitación y expectativa. Todo renacido. Aquel al que los dioses no tomaban era sujeto de interpretaciones de acuerdo a sus ambiguas profecías. Decían que el herrero se encarnaba cada cierta cantidad de generaciones y venía del mar para liderar el culto. El hecho de haber matado a dos sacerdotes del fuego lo hacía más verosímil aunque Putrid había estado en esa playa. Sabía que se acercara quien se acercara el guerrero estaba fuera de sí cuando despertó y no perdonaría a ninguno.


Cuando llegaron al templo de fuego no hallaron a nadie en sus puertas. Esto molestó al resto de la comitiva y el sacerdote le hizo una seña a Putrid para que entrara a averiguar. Esto lo puso en aprietos ya que si en ese momento se escapaba su prisionero sería culpa suya por completo. Terminó accediendo ya que los sacerdotes de la forja amenazaban con abandonar la travesía. Se sentían indignos esperando por sus eternos rivales. Putrid se aventuró a la nave central y se encontró con una larga escalinata. allí divisó en lo alto a uno de los sacerdotes del fuego. No estaba vestido de rojo como era lo usual sino de un perfecto blanco. Dudó por un momento pero se quitó el casco y se acercó. Vio que este hombre le hizo un gesto saludándolo.

─No temas, se por qué estás aquí...danos un momento y partiremos. Todavía estamos preparando el funeral de nuestros hermanos ─dijo con una amabilidad que no mostraba una pizca de emoción.
Se quedó parado allí un rato mientras Putrid lo observaba. La túnica blanca era hermosa, trabajada con hilos de bronce al parecer.

─Seguro te preguntas por qué visto de blanco, mi estimado ─dijo y el joven guardia asintió con la cabeza. ─verás...dos vidas se han extinguido, y la llama de sus almas ha partido hacia el origen de ese fuego, la llama eterna, donde se sumarán a él. Y cuando una llama se extingue en este mundo solo quedan cenizas. Si has quemado algo pequeño como un trozo de tela o de papiro sabrás que la primer ceniza es blanca, como si la nieve se hubiera hecho polvo. Pero es sólo porque aún guarda un resto de calor. Es lo que ha pasado aquí...somos pequeños trozos de vida que arderemos en algún momento. Seremos cenizas blancas y el viento nos llevará al olvido pero nuestro calor permanecerá en otra parte.
A Putrid se le ocurrieron muchos ejemplos de cosas que arden despidiendo ollín y cuyos restos son negros como un cuervo pero le pareció que la explicación del anciano sonaba más bella. Sabía muy bien por la guerra en su patria que el viento no nos lleva a ningún lado estando muertos sino que vendrá alguna fiera o esos malditos gusanos de la carne. Hasta los cuervos que vio antes se alegrarían si dejarán a esos sacerdotes un rato a la intemperie.
Un sacerdote más ornamentado apareció por detrás del anciano amable. Y no tenía un gesto tan afable, ni siquiera lo miró y se dirigió al primer anciano todo el tiempo.

─Parto hermano, a mi regreso oficiaremos la ceremonia.

El anciano amable asintió con la cabeza y le hizo una reverencia mientras con una rápida mirada se despidió de Putrid y se perdió dentro de la sala contigua.
El que parecía ser digno de reverencias se dirigió hacia la puerta, otros dos se sumaron a él mientras cuatro lanceros velaban por la escalinata sin mostrar gesto alguno.



La procesión volvió a ponerse en marcha. Ya los principales de cada culto estaban presentes y serían los encargados de oficiar el concilio donde se debatiría el destino de guerrero. Si era desterrado tendría que ser escoltado hasta los confines del sur. Putrid temía lo peor, tener que arrastrar a ese salvaje hasta quien sabe donde con la posibilidad de que se levantara contra él. Puse instintivamente la mano en su espada. Intentó recordar si la había afilado y aceitado últimamente. Todavía guardaba una patina pegajosa amarronada en su funda. Estaba bien por ahora.
En la plaza central estaba la casa de los dioses. El templo principal donde toda fe estaba representada. Aún la magia tenía su grabado en alguno de sus muchos arcos. Era vasto, gigantesco, y la luz atravesaba por entre sus columnas aunque era mayormente frío y oscuro. Como todo en aquella ciudad. Sin embargo, la casa de los dioses si era algo que valía la pena observar. Su mármol azulado y ocre, sus columnas, su extraña decoración. Parecía un niño en la feria mirando con ojos enormes cuán  monumental puede ser la mano del hombre. Nunca había llegado tan lejos a pesar de haber estado allí varias veces. En ese lugar le habían enseñado algo de la historia de la ciudad y por qué tenían que proteger con sus vidas todo lo que allí estaba representado. La verdad es que todos los guardias lo hacían por la paga y pocos tenían fe en algo más que en ellos mismos. Putrid no era la excepción. 


El concilio resultaba ser simplemente un atrio apenas iluminado donde un sacerdote leía los asuntos sobre los que había que decidir. Para ser el lugar donde se dictaba muchas veces el destino de los hombres era tan sombrío como podía ser el futuro de la singular pareja. Uno dos veces condenado y otro, encargado de vigilarlo. Por primera vez Agus y Putrid cruzaron miradas. A ninguno de los dos le gustaba aquel lugar donde los asistentes eran sombras que murmuraban alrededor del atrio sin acercarse a la pálida luz de las escasas lámparas de aceite. El que subía al altar daría su parecer en nombre de su orden, o si no se llegaba a un acuerdo, simplemente expresando su postura. Todavía restaba que los tres credos llegaran a un acuerdo.

─Está maldito, y ha traído oscuros presagios a esta sagrada ciudad. Hay que terminar con esa vida ya que los dioses lo arrojaron en nuestras playas para que acabemos con el anatema...─se aventuró a proclamar uno de los sacerdotes de la forja...─pero hablo por mí mismo. No tengo acuerdo con mis hermanos.

Cada vez que alguien subía al estrado era vivado o abucheado según los apoyos que pudiera haber recolectado mientras intrigaba en las sombras del salón.

─El sacerdote dijo que no me matarían...─fue todo lo que dijo por lo bajo Agus visiblemente molesto. Putrid no le contestó, no parecía que le estuviera consultando.

─Hermanos de esta sagrada ciudad. Hemos recogido una tablas de la barcaza que lo trajo a nuestras costas. En ella se enuncia en los tres idiomas conocidos por nosotros que este hombre ha sido juzgado y hallado culpable en su tierra, Mediamar.. Ha dado muerte a un alto sacerdote de la orden de la forja, religión oficial del imperio vecino. Se lo ha declarado matadioses por esto y lanzado al mar. Y los venerables espíritus lo han traído aquí para que demos nuestro parecer con la sabiduría que portamos de lo alto. Pero la sangre que nuestros vecinos no tomaron no nos corresponde a nosotros. Aunque haya tomado vidas sagradas aquí también. Maldito es y maldito será. Nuestro trabajo es quitarlo de nuestra cuidad y enviarlo a los confines de estas tierras. Que lo escolten a alguna de las ciudades de frontera.

El griterío fue general. Nadie quería recibirlo en su propia ciudad. Ni Dom Plameni ni Yurzanhy parecían destinos posibles. Sólo quedaba aquel castillo en la frontera donde el príncipe no tenía mayor autoridad que la que impartía a sus sirvientes y la región era controlada por una hermandad de forajidos. Era el viaje más largo y el condenado era peligroso. Putrid tragó saliva. Era relativamente nuevo y la guardia sagrada podía prescindir fácilmente de un soldado extranjero. Estaban desterrándolo también a él.
Las voces continuaron en las formas y maneras en que parecía decidirse todo en ese recinto.  Vociferando e intrigando. Agus espezó a mirar a ambos lados de mala manera. Parecía dispuesto a liberarse de las cuerdas que lo ataban y empezar a decidir las cosas por si mismo. Putrid entendió la intención y se apresuró a advertirlo.

─No te conozco ni me importa lo que digan aquí. Pero si lastimas a un sacerdote más te mataran la veintena de guardias que te observan y a mi me quemarán a algún dios, el que tengan disponible.

─No me importa morir a mí, menos me importará tu patética vida soldado. Al menos le daré a mi nombre un verdadero significado. Todavía no he matado a ningún dios. Sólo a un par de bastardos como los que gritan aquí.

─Te van a desterrar, y me enviarán contigo. Apenas traspasemos el umbral de esta ciudad seremos solo nosotros. No pretendo que te importe pero si quieres morir dímelo y yo mismo te deguello aquí mismo. Prefiero que me corten la cabeza a volver a pasar por un juicio del concilio. ─dijo con convicción Putrid, cansado de su mala fortuna.Mientras tanto los sacerdotes estaban dando el veredicto y no pudieron saber demasiado sobre la condena.

─...Por lo tanto, y en representación de mi credo, y la perfecta voluntad de la madre forja yo destierro a este hombre a la fortaleza de Lurtz en la frontera de las Montañas del Dragón para ser allí juzgado por el príncipe en oficio. Para lo cual la guardia sagrada ofrecerá una escolta adecuada. Si alguien ofrece mayor sabiduría será escuchado...

Se hizo un espacio de silencio. Esto equivalía al fin de las rencillas. Los sacerdotes de la forja no habían conseguido votos suficientes para sacrificar al reo pero al menos recibirían buena cantidad de oro por aceptar el destierro, reservándose el honor de dictar sentencia.

─Ya está. Te lo dije guerrero. A veinte leguas de esta ciudad ya nada tendremos que ver contigo. Pero si te acercas la guardia te cazará por todo el oro que ofrezcamos. Nunca vuelvas. Buena vida.

Amilad no había subido en ningún momento al estrado pero estaba allí. Frente a Agus y Putrid con una sonrisa de satisfacción. Saludó al guardia y se despidió de Agus dejándole una bolsa con oro entre las manos.

─Recuerda...por veinte leguas te escoltaremos, luego quedarás solo con el guardia que te acompaña por el resto del camino. Es lo mejor que podías conseguir. Y recuerda todo lo que yo te he dado ─le susurró y se perdió tras una columna.

Putrid no entendía quién era el ilustre matadioses pero al parecer había matado a alguien del otro lado del mar que había dejado contentos a muchos. Sólo los sacerdotes de la forja estaban agitados, pero no estaban en posición de imponer su voluntad en el momento en que los sacerdotes del fuego y testigos del ojo estaban más cercanos que nunca. Pronto la guardia del templo condujo a la pareja hasta las caballerizas del templo y ensillaron junto a seis guardias más que poca atención prestaron a la misión encomendada. Solo era una mandado simple. De hecho la pareja cabalgó delante. Putrid llevaba el caballo de Agus con una cuerda atada a la silla. El resto los siguió a prudente distancia sin intervenir. Unas horas después ya tenían un buen trecho recorrido y la escolta empezaba a rezagarse. Agus apenas prestaba atención.Había jugado con el nudo de las cuerdas hasta aflojarlo lo suficiente y estaba listo para liberarse. Cuando le dieron la montura vio como disimulaban una espada en las alforjas, luego cubierta con un capote para la lluvia. Alguien había intercedido por él, seguramente mandando instrucciones en la misma balsa, o quizás un cuervo. No se le ocurría nadie más que su príncipe intentando darle una chance de vida, y una oportunidad de volver con su amada Ingrid. Su familia era rica y él había defendido su honor matando al sumo sacerdote. Pudo haber confirmado los votos de fidelidad en su momento pero la guerra demoró la decisión y su familia logró evitar que la despose. El era un hombre maduro con cuarenta inviernos sobre los lomos y ella apenas una doncella que acababa de volverse mujer. El tenía la gloria ganada por la espada pero ningún nombre ilustre o arcas rebosantes de oro. Y su familia no aceptaba la unión. Habían intentado casarla con un mercader de Ur-Kamoi pero la muchacha era tozuda y logró auyentar al pretendiente, tambien al escriba de Madena que aunque mayor contaba con el favor de su príncipe y auguraba mejoras al status de la familia. La muchacha era indómita y amaba la lucha por lo que quedó flechada de ese magnifico guerrero que atendió cuando acabó herido en una tienda. Se habían conocido en el campo de batalla donde la doncella junto a su orden asistió al bando imperial. Allí le cuidó y despertó el amor entre ambos. Y ella procuró desde ese día estar con él. Y cuando su familia la castigó enviandola como novicia al templo de la madre forja logró que el curtido guerrero  llorara desconsolado al perderla. Una semana más tarde fué alertado de que estaba recluida en una celda por intentar escapar. Agus no era hombre que respetara demasiado las investiduras. Fue tras ella y allí descubrió que el sumo sacerdote había abusado de ella desde el primer día. Puede que haya sido por consejo de la propia familia de la muchacha o por iniciativa del propio jerarca del templo. Se había intentado aleccionarla y mitigar su rebeldía. El guerrero fue dejando un reguero de muertos hasta llegar a la recámara del sumo sacerdote y lo castró allí mismo antes de matarlo y colgar su cuerpo desnudo en los muros del templo con su propio miembro en la boca. Era una ofensa imperdonable y ni siquiera el príncipe pudo evitar que los gnomones lo juzgaran por anatema.Pero si pudo lograr que no lo quemen en la forja eterna sino que lo echen al mar con alguna esperanza de que sobreviva.Y sobrevivió. Pasado el mediodía vieron que la escolta los observaba desde la distancia pero se habían detenido. Era obvio que no irían más allá de las veinte leguas designadas. Putrid entendió que estaba solo, aún antes de que los seis escoltas dieran la vuelta. Agus sonreía mientras los caballos avanzaban cansinamente.

--Quiero que entiendas que lo que pasará ahora no tiene nada que ver contigo, pero si te dejo vivo volverás a decirles que he escapado. --dijo sin un dejo de emoción el guerrero.

--Quién dijo que puedo volver? me han mandado a morir aquí contigo.

--Quizás te toque aceptar tu destino entonces... --agregó Agus mientras se soltaba las manos y buscaba la espada escondida. Cuando la tomó vio que atada a la empuñadura había un trozo de pergamino unido con cordel. Era una pequeña nota. Putrid mientras tanto no perdió tiempo y desenvainó dispuesto a dar pelea. Pero se detuvo cuando vio la expresión del guerrero con el trozo de pegamino en las manos. Y el guardia podría jurar que cuando Agus mostró la espada había lágrimas en sus ojos. Alzó el acero sobre su cabeza, decubriendo su costado pero nunca lo bajó ni atacó, solo avanzó hacia el guardia en actitud amenazante. Putrid encajó su filo en sus costillas sin demasiada dificultad y volvió a atacar hiriéndolo en el hombro. La espada cayó de la mano de Agus y pronto él también besó el suelo casi inerte. Putrid desensilló y se acercó sin bajar la espada pero el guerrero apenas respiraba, con mucha dificultad. La nota permanecía junto al guerrero que ya no se movía. Putrid la levantó y pudo leerla. Había aprendido con un sacerdote de la forja que enseñaba a los niños de su aldea hace ya demasiados días.

...Si sobrevives queremos que sepas que tu perra ya ardió en la forja. Vive con eso.

La nota no estaba firmada pero estaba claro que la orden estaba detrás del mensaje. Se habían asegurado de que el mensaje llegara con él. Sabían que esa espada llegaría a sus manos. Putrid intuyó que esos seis escoltas esperaban en algún lugar el desenlace del enfrentamiento. Estaban allí para que ambos murieran y todo el asunto quedara enterrado. Pronto escuchó cascos de caballos acercándose y sintió verdadero miedo. El joven guardia tomó su montura de inmediato y cabalgó sin mirar atrás. Sólo cuando la noche no le dejó seguir camino se animó a detenerse junto a un arroyo y durmió sin encender fuego. En los siguientes días vagó por la frontera y en una taberna se enteró que la hermandad fantasma era más certeza que cuento. Todavía no sabía donde buscar o a quién recurrir para llegar a ellos. No supo que más hacer, parecía el destino lógico para alguien como él. Testigo incómodo de las perversidades de la ciudad sagrada. Porque lo que parecía ser una condena que debía hacer cumplir se transformó en una maldición con la que cargar. La maldición del concilio.






lunes, 4 de febrero de 2019

El dueño de la baraja



El plan de Parabel era osado. Entre luna de la cosecha y la del cazador habría festividades en Lurzt. Era el fín de la cosecha dando la bienvenida al invierno. Algo que se festejaba en las proximidades del Portezuelo. Los pasos de montaña se llenaban de nieve y pocos se aventuraban a cruzar por ellos. Era la paz pequeña. El tiempo más tranquilo en la frontera.
El príncipe solía abrir el castillo a nobles de las demás regiones. Y así como el palacio se llenaba de artistas y trovadores, las plazas de Lurzt también gozaban del arribo de juglares, malabaristas, magos de cartas y domadores de fieras.

─Podemos acercarnos al castillo con facilidad. Tengo algunos contactos y pretendo inscribirnos como atracción del príncipe.

─¿Acaso parecemos bufones? ¿debemos aprender malabares para impresionar a los nobles?

─Tenemos muchas habilidades que pueden sorprender a los invitados Carlos. ¿Acaso no conoces trucos de fuego que nos consigan algunas monedas?

─Mi arte es para la batalla, no para provocar la risa ─contestó ofuscado.

Nadie tenía mucha simpatía por el plan. No entendían la finalidad de exponerse de esa manera.

─Usaremos máscaras mis amigos ─continuó entusiasmado el juglar. ─creo que con algo de suerte llegaremos a la recámara real y daremos nuestro mensaje

─¿Y que tienes en mente cuando estemos allí juglar?

A Hiperión le parecía extraño este súbito interés por volver al lugar del que habían sido expulsados en su mayoría

─Piénsalo rojo. Creo que por nuestros servicios al principado merecemos nuestro indulto. Nos lo ganamos sangrando en esta maldita montaña

Todos empezaron a vociferar y a dar su opinión del asunto. Había moderados que decían que era descabellado siquiera pensar en ir y otros que votaban por matar al príncipe sin más. La mayoría no sabía que tipo de actuación podían brindar y les preocupaba más que si fueran a la batalla.
Fue una semana de arduas negociaciones, ruegos, amenazas y súplicas. Nadie sabía muy bien que esperar. Raluk dijo que haría una demostración de lanzamiento de dagas con Wonder y escogieron al pobre de Emithan como colaborador. Atado a una rueda de madera que giraba procuraban atinar a las axilas y la entrepierna. El pobre muchacho gritaba pidiendo auxilio pero a los más les pareció interesante la propuesta. ASI no dejaba de reir de la suerte de su amigo pero pronto encontró que también lo sumaron a un espectáculo en calidad de asistente. Ayudaría a Carlos con su demostración de vasijas incendiarias. No tardó en perder una ceja en los preparativos. Su cara a medio quemar por el polvo de dragón ya no reía tanto como en la mañana.
Parabel cambió las cuerdas de su laúd y comenzó pacientemente a afinarlo. Sabía que tarde o temprano esa maldita cuarta cuerda lo pondría a sufrir, hasta que al final le devolviera el tono.
Silvia declaró haber tocado por mucho tiempo un tambor en el templo de fuego así que enseguida salieron en busca de uno para que le diera tensión a los distintos actos.

─¿Vas a cantarla?

Jenny lo miraba fijo mientras él se sorprendía de la pregunta. El juglar se sintió incómodo como pocas veces. La maga lo había descubierto una vez cantando una canción que correspondía a una dama muy especial.

─¿La recuerdas todavía? hasta yo la he olvidado.

─No me mientas juglar, nunca podrías olvidar algo como eso. Guardé tu secreto por años pero esa canción debe sonar en el castillo del príncipe

─No puedo maga, demasiados recuerdos

Jenny se ofuscó por la cobardía del cantor y decidió tomar cartas en el asunto.

─A ver todos, aquí nuestro artista tiene una canción especial que pretende dejar guardada en su memoria. Vamos a animarlo a que la entone...después de todo nos ha embarcado en este loco asunto, lo menos que puede hacer es motivarnos...

Todos dejaron de ensayar sus rudimentarios actos e hicieron ronda alrededor del juglar que se vio rodeado de miradas ansiosas. Conocían bastante sus canciones y siempre estaban atentos cuando había una nueva.

─Si pretendes que seamos bufones de la corte al menos has que valga la pena ─insistió Carlos que seguía contrariado por la misión que tenían por delante. ─canta o no habrá espectáculo de fuego ─sentenció

Parabel intentó un arpegio para comenzar pero no encontró la nota y el laúd sonó a gato aporreado pero luego empezó a dar con la melodía. Sus ojos se empañaron por la emoción cuando empezó a dar una introducción que explicaba la historia...

─Hace años que perdí a una dama especial. Vive en mi mente desde entonces y baila con cada nota que sale de mi viejo instrumento. Decidí estar aquí para que ella esté a salvo allí, cruzando el río ─dijo haciendo una seña al castillo de Lurzt. Se aclaró la garganta y siguió presentando ─uno no sabe con que cartas va a jugar la mano de la vida, tocan buenas y malas cartas, reyes y plebeyos se presentan en ellas. Y nos toca hacer nuestro juego lo mejor posible sin saber con que mano cuenta esta maldita guerra. Seguros de que la muerte siempre se guarda un comodín ─culminó de decir mientras los arpegios ganaban intensidad

No me llores si ves a las montañas/
si no vuelvo a tu puerta a sonreir/
cuando bañe el rocio tus mañanas/
si te mancha es que sangré por tí

Yo no espero que aguardes mi regreso/
yo he sabido que no eras para mí/
aún me guardo aquel último beso/
que me diste el día que partí

Has tu vida y nunca sientas culpa/
se dichosa y vuélveme feliz/
que jazmines te den como a ninguna/
el perfume que yo te prometí...

Se hizo un largo silencio mientras todos buscaban disimular aquel viejo sentimiento de añoranza por los sacrificios y el sudor vertidos desde que pertenecían  la hermandad. Todos tenían la fantasía de algún día volver. Así fuera una aldea, una granja, un modesto caserío, algún rincón en las montañas donde buscar a los que habían quedado atrás, saber de ellos, volver a sentir los perfumes de antaño. Todos empezaron a entender lo que pretendía hacer el juglar con aquella jugada.
Parabel guardó el laúd y salió de la cueva un momento a buscar una bocanada de aire. El resto volvió a sus ensayos en busca de distraerse de la canción sabiendo por qué el juglar no la había cantado nunca. Era una canción dedicada al hogar. Algo que ellos habían dejado hace mucho y al que no sabían si alguna vez podrían volver. No estaba en sus manos hacerlo. Sea de la región que fuere cada uno eran parias, exiliados, perseguidos, condenados. La hueste sin perdón. Lo sabían muy bien y habían aprendido a vivir con ello. Porque todos habían aprendido a jugar aquel juego pero ninguno era verdaderamente, dueño de la baraja.










domingo, 3 de febrero de 2019

Agus, matadioses, el acero no duerme



Un pequeño punto negro se divisó en el mar. Los vigías dieron voces y el sargento de la guardia sagrada se acercó a la torre de vigilancia. Era común que aparecieran vestigios de naufragios con la marea, pero enseguida supieron que no era parte de ningún barco. Era otro condenado al mar, quién sabe por qué delito. Reos condenados a muerte a los que el favor de algún jerarca otorgaba una última oportunidad atados a una balsa. Los dioses decidirían. Eran lanzados al mar y dejados a su suerte. Pero era una travesía de días de un condenado al que dormían para que no se resista a la ceremonia. Solían despertarse en alta mar sólo para morir de sed o ahogados si dañaban su precaria embarcación en la desesperación.

─Prepárense para recibirlo. Saquémoslo rápido antes de que algún sacerdote lo vea o tendremos otro servicio sagrado ─ladró el capitán de la guardia.

Si hay algo que le sobraba a la Puerta de los Dioses eran sacerdotes ociosos con ganas de mostrar su valía. Un muerto era la ocasión ideal para reclamar un alma para su propio culto dado que los tres cultos principales estaban representados allí.
Pronto los vigías se aventuraron al mar para rescatar la balsa. Estaba intacta con su reo atado prolijamente a sus cuatro extremos.

─Llévenlo a la torre de vigilancia. Allí lo prepararemos. ─ordenó el líder.

Eran cuatro guardias y sin embargo, el porte del muerto les dificultaba la tarea.

─Este tipo es enorme ─se quejó uno de ellos.

Cruzaron lo más rápido posible la playa. La torre del vigía estaba retirada para no quedar a merced de las mareas. Aunque se esforzaron por mantenerse a salvo de miradas indiscretas, dos sacerdotes, guardianes de la llama, habían decidido dar un paseo esa mañana. Y no pudieron evitar la tentación de acercarse a los guardias.

─¡Alto!...¿que están haciendo con ese hombre?

El capitán masticó maldiciones pero mantuvo la compostura.

─Acabamos de rescatarlo del mar mis señores. Esperábamos ver si está con vida para brindarle asistencia.

─Por la autoridad del señor de la llama reclamo esa vida o muerte para ser conducida a la llama, entréguenlo

El capitán suspiró y le hizo un ademán a sus hombres.

─Déjenlo en la arena

Los sacerdotes rojos se acercaron mientras los guardias se retiraron a su torre. El oficio requería que fuera preparado allí mismo donde era encontrado. Comenzaron a revisar sus ropas. Llevaba una armadura de cuero endurecido. Uno quitó los cabellos del rostro del infortunado y se sobresaltó pero antes de poder dar voces una mano enguantada en metal lo tomó firmemente de la garganta. El hombre lo miraba fijamente mientras de la boca le caía una baba negra y pestilente. El otro sacerdote intentó intervenir pero un soberbio puñetazo le hundió la nariz en el rostro. Cayó muerto allí mismo. Los guardias dieron voces y corrieron a socorrer a los infortunados hambres sagrados pero para cuando llegaron ya había estrangulado al segundo. Tomó unas hachas que estaban atadas a la barca y los miró desafiante.

─¡Bajen sus armas!...deteneos...¿acaso no ven que es un renacido? ─Se oyó decir a una voz desde el otro extremo de la playa.

Un adorador del ojo se acercaba a ellos luchando con la arena y su avanzada edad. El capitán no podía creer la mala suerte que tenía. En unos momentos más hubiera entregado su guardia sin novedad y ahora tenía dos sacerdotes muertos y uno más que pronto no la contaría además de un  guerrero escupiendo cosas negras con dos enormes hachas en sus manos. Lo rodeaban él y cuatro guardias jóvenes sin más experiencia que lo poco que les había podido enseñar. Para colmo agotados, después de una larga noche de vigilia.

─Escuchadme capitán, no intervine cuando lo sacaron del agua, no era mi intención complicar su tarea pero si este hombre está vivo ha superado el juicio de los dioses. Ha atravesado el mar oscuro desde las tierras de Mediamar. Debemos convocar al consejo y conservar su vida, déjeme intentar hablar con él

─No quiero otro sacerdote muerto con el que lidiar, lo dejaré pasar si usted atestigua en mi favor, pero si levanta un dedo lo atravesaré con mis flechas...¿entendido?

─No se preocupe. Tendré cuidado...y puedo declarar que los sacerdotes intervinieron sin esperar su auxilio.

El anciano se acercó al guerrero que escupía negro pero no dejaba de vigilar a los guardias. Sobre todo al que había tomado un arco. No le gustaban los arqueros. Demasiadas flechas había tenido que arrancarse del cuerpo en su vida.

─Te saludo guerrero, mi nombre es Amilad, soy sacerdote...¿entiendes mi lengua?

─Tanto como tu entenderás mis hachas si te acercas.

─Nada de esto es necesario ahora que recobraste el sentido. Lo anterior será la imprudencia de dos sacerdotes jóvenes y arrogantes pero lo que hagas de aquí en más definirán tu destino ¿me comprendes? Esos guardias están ansiosos por matarte para cubrir su falta

─Pues que lo intenten ─dijo lanzando otro escupitajo negro.

─¿Sabes lo que tienes en la boca? ...raíz de araña...te durmieron con ella. Te ataron a una balsa y te lanzaron al mar...pero todo esto tú lo sabes...porque antes debieron juzgarte por algún crimen. Uno que ni tu nombre pudo evitar, porque a los don nadie les cortan la cabeza...pero a ti...a ti alguien quiso darte una oportunidad. Debiste tener una reputación. Nadie quiso cargar en los escritos con tu muerte. Se nota que doblaron la dosis de raíz contigo, dormiste todo el viaje...y tu balsa está alquitranada. Eso hace que navegue mejor, no estamos en la estación de las tormentas así que era cuestión de saber algo de corrientes y mareas...¿me entiendes? Estoy seguro de que todos esos cuidados no son parte de una condena de mar, tampoco que te enviaran con tus armas. Alguien se preocupó por ti...creo que sería justo honrar sus esfuerzos bajando tus hachas y dejándote conducir al consejo. Aquí, en Verbogón, no condenamos a muerte

─¿Ah no?...¿y que piensan hacer conmigo?

─Lo peor que podría pasarte es el destierro. Que aquí significa tu libertad. Te enviarían a los confines del sur. No hay mucho que escoger, Dom Plameni, Yurzhani o Lurzt. Son algunos días de viaje con una escolta pequeña. O morir aquí en esta playa sin siquiera mostrar tu valía. Yo lo pensaría...

─Tu lengua es larga como una serpiente anciano, te lo concedo, pero como veo que mientras estés aquí ellos no se atreverán a atacar. ─dijo señalando a los guardias sagrados. ─Dejaré que me lleves a ese consejo que dices...veremos cuanto veneno pusiste en mis oídos. Te lo advierto anciano, soy un hombre rencoroso.

El sacerdote se acercó y el guerrero depositó las pesadas hachas en sus endebles manos. Luego lo siguió mientras el capitán escupió el suelo y se desentendió del asunto.

─Recuerde mi señor que ellos se acercaron al cuerpo sin dar aviso

─Es lo que vi capitán, es lo que vi ─asintió el anciano llevándose al forajido  ─Entrégueme uno de sus guardias y que atestigüe eso mismo.

─¡Putrid!...ven aquí, acompaña al sacerdote y escolta al prisionero. Has todo lo que diga nuestro señor ─ordenó mientras le ponía una mano en el hombro y lo miraba fijo ─ ya sabes que decir en el consejo.

El guardia asintió resignado. Quería volver a su cama después de una guardia extenuante y se encontraba con este regalo de los dioses.
Putrid no era demasiado alto pero tenía su físico bien trabajado. Era lo suficientemente fornido como para que le dieran trabajo en el puerto de Verbogón cuando recién llegó pero la tarde que lo vieron luchar contra un pirata que intentó contrabandear ron su suerte estuvo sellada. Lo reclutaron para la guardia sagrada. No podía negarse. Mejor paga y la posibilidad de tener una espada sin necesidad de desenvainar jamás. La guerra no podía estar más lejos de Verbogón. O al menos eso creía.
El prisionero le llevaba una cabeza además de que parecía un hombre de mil combates y él apenas hacía una cosecha que había desembarcado allí desde Mediamar en busca de un mejor futuro. Huyó de la batalla encontrando algo de paz en Verbogón. Intentaba dejar atrás los horrores vividos. Pero la guerra es una dama celosa y jamás deja en paz a quienes elige, sean condenados a muerte o quienes escapan de ella. Siempre será la dama quien decida cuando es suficiente.









La muerte de la casa Oren (proximamente)