domingo, 3 de febrero de 2019

Agus, matadioses, el acero no duerme



Un pequeño punto negro se divisó en el mar. Los vigías dieron voces y el sargento de la guardia sagrada se acercó a la torre de vigilancia. Era común que aparecieran vestigios de naufragios con la marea, pero enseguida supieron que no era parte de ningún barco. Era otro condenado al mar, quién sabe por qué delito. Reos condenados a muerte a los que el favor de algún jerarca otorgaba una última oportunidad atados a una balsa. Los dioses decidirían. Eran lanzados al mar y dejados a su suerte. Pero era una travesía de días de un condenado al que dormían para que no se resista a la ceremonia. Solían despertarse en alta mar sólo para morir de sed o ahogados si dañaban su precaria embarcación en la desesperación.

─Prepárense para recibirlo. Saquémoslo rápido antes de que algún sacerdote lo vea o tendremos otro servicio sagrado ─ladró el capitán de la guardia.

Si hay algo que le sobraba a la Puerta de los Dioses eran sacerdotes ociosos con ganas de mostrar su valía. Un muerto era la ocasión ideal para reclamar un alma para su propio culto dado que los tres cultos principales estaban representados allí.
Pronto los vigías se aventuraron al mar para rescatar la balsa. Estaba intacta con su reo atado prolijamente a sus cuatro extremos.

─Llévenlo a la torre de vigilancia. Allí lo prepararemos. ─ordenó el líder.

Eran cuatro guardias y sin embargo, el porte del muerto les dificultaba la tarea.

─Este tipo es enorme ─se quejó uno de ellos.

Cruzaron lo más rápido posible la playa. La torre del vigía estaba retirada para no quedar a merced de las mareas. Aunque se esforzaron por mantenerse a salvo de miradas indiscretas, dos sacerdotes, guardianes de la llama, habían decidido dar un paseo esa mañana. Y no pudieron evitar la tentación de acercarse a los guardias.

─¡Alto!...¿que están haciendo con ese hombre?

El capitán masticó maldiciones pero mantuvo la compostura.

─Acabamos de rescatarlo del mar mis señores. Esperábamos ver si está con vida para brindarle asistencia.

─Por la autoridad del señor de la llama reclamo esa vida o muerte para ser conducida a la llama, entréguenlo

El capitán suspiró y le hizo un ademán a sus hombres.

─Déjenlo en la arena

Los sacerdotes rojos se acercaron mientras los guardias se retiraron a su torre. El oficio requería que fuera preparado allí mismo donde era encontrado. Comenzaron a revisar sus ropas. Llevaba una armadura de cuero endurecido. Uno quitó los cabellos del rostro del infortunado y se sobresaltó pero antes de poder dar voces una mano enguantada en metal lo tomó firmemente de la garganta. El hombre lo miraba fijamente mientras de la boca le caía una baba negra y pestilente. El otro sacerdote intentó intervenir pero un soberbio puñetazo le hundió la nariz en el rostro. Cayó muerto allí mismo. Los guardias dieron voces y corrieron a socorrer a los infortunados hambres sagrados pero para cuando llegaron ya había estrangulado al segundo. Tomó unas hachas que estaban atadas a la barca y los miró desafiante.

─¡Bajen sus armas!...deteneos...¿acaso no ven que es un renacido? ─Se oyó decir a una voz desde el otro extremo de la playa.

Un adorador del ojo se acercaba a ellos luchando con la arena y su avanzada edad. El capitán no podía creer la mala suerte que tenía. En unos momentos más hubiera entregado su guardia sin novedad y ahora tenía dos sacerdotes muertos y uno más que pronto no la contaría además de un  guerrero escupiendo cosas negras con dos enormes hachas en sus manos. Lo rodeaban él y cuatro guardias jóvenes sin más experiencia que lo poco que les había podido enseñar. Para colmo agotados, después de una larga noche de vigilia.

─Escuchadme capitán, no intervine cuando lo sacaron del agua, no era mi intención complicar su tarea pero si este hombre está vivo ha superado el juicio de los dioses. Ha atravesado el mar oscuro desde las tierras de Mediamar. Debemos convocar al consejo y conservar su vida, déjeme intentar hablar con él

─No quiero otro sacerdote muerto con el que lidiar, lo dejaré pasar si usted atestigua en mi favor, pero si levanta un dedo lo atravesaré con mis flechas...¿entendido?

─No se preocupe. Tendré cuidado...y puedo declarar que los sacerdotes intervinieron sin esperar su auxilio.

El anciano se acercó al guerrero que escupía negro pero no dejaba de vigilar a los guardias. Sobre todo al que había tomado un arco. No le gustaban los arqueros. Demasiadas flechas había tenido que arrancarse del cuerpo en su vida.

─Te saludo guerrero, mi nombre es Amilad, soy sacerdote...¿entiendes mi lengua?

─Tanto como tu entenderás mis hachas si te acercas.

─Nada de esto es necesario ahora que recobraste el sentido. Lo anterior será la imprudencia de dos sacerdotes jóvenes y arrogantes pero lo que hagas de aquí en más definirán tu destino ¿me comprendes? Esos guardias están ansiosos por matarte para cubrir su falta

─Pues que lo intenten ─dijo lanzando otro escupitajo negro.

─¿Sabes lo que tienes en la boca? ...raíz de araña...te durmieron con ella. Te ataron a una balsa y te lanzaron al mar...pero todo esto tú lo sabes...porque antes debieron juzgarte por algún crimen. Uno que ni tu nombre pudo evitar, porque a los don nadie les cortan la cabeza...pero a ti...a ti alguien quiso darte una oportunidad. Debiste tener una reputación. Nadie quiso cargar en los escritos con tu muerte. Se nota que doblaron la dosis de raíz contigo, dormiste todo el viaje...y tu balsa está alquitranada. Eso hace que navegue mejor, no estamos en la estación de las tormentas así que era cuestión de saber algo de corrientes y mareas...¿me entiendes? Estoy seguro de que todos esos cuidados no son parte de una condena de mar, tampoco que te enviaran con tus armas. Alguien se preocupó por ti...creo que sería justo honrar sus esfuerzos bajando tus hachas y dejándote conducir al consejo. Aquí, en Verbogón, no condenamos a muerte

─¿Ah no?...¿y que piensan hacer conmigo?

─Lo peor que podría pasarte es el destierro. Que aquí significa tu libertad. Te enviarían a los confines del sur. No hay mucho que escoger, Dom Plameni, Yurzhani o Lurzt. Son algunos días de viaje con una escolta pequeña. O morir aquí en esta playa sin siquiera mostrar tu valía. Yo lo pensaría...

─Tu lengua es larga como una serpiente anciano, te lo concedo, pero como veo que mientras estés aquí ellos no se atreverán a atacar. ─dijo señalando a los guardias sagrados. ─Dejaré que me lleves a ese consejo que dices...veremos cuanto veneno pusiste en mis oídos. Te lo advierto anciano, soy un hombre rencoroso.

El sacerdote se acercó y el guerrero depositó las pesadas hachas en sus endebles manos. Luego lo siguió mientras el capitán escupió el suelo y se desentendió del asunto.

─Recuerde mi señor que ellos se acercaron al cuerpo sin dar aviso

─Es lo que vi capitán, es lo que vi ─asintió el anciano llevándose al forajido  ─Entrégueme uno de sus guardias y que atestigüe eso mismo.

─¡Putrid!...ven aquí, acompaña al sacerdote y escolta al prisionero. Has todo lo que diga nuestro señor ─ordenó mientras le ponía una mano en el hombro y lo miraba fijo ─ ya sabes que decir en el consejo.

El guardia asintió resignado. Quería volver a su cama después de una guardia extenuante y se encontraba con este regalo de los dioses.
Putrid no era demasiado alto pero tenía su físico bien trabajado. Era lo suficientemente fornido como para que le dieran trabajo en el puerto de Verbogón cuando recién llegó pero la tarde que lo vieron luchar contra un pirata que intentó contrabandear ron su suerte estuvo sellada. Lo reclutaron para la guardia sagrada. No podía negarse. Mejor paga y la posibilidad de tener una espada sin necesidad de desenvainar jamás. La guerra no podía estar más lejos de Verbogón. O al menos eso creía.
El prisionero le llevaba una cabeza además de que parecía un hombre de mil combates y él apenas hacía una cosecha que había desembarcado allí desde Mediamar en busca de un mejor futuro. Huyó de la batalla encontrando algo de paz en Verbogón. Intentaba dejar atrás los horrores vividos. Pero la guerra es una dama celosa y jamás deja en paz a quienes elige, sean condenados a muerte o quienes escapan de ella. Siempre será la dama quien decida cuando es suficiente.









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