sábado, 1 de junio de 2019

Cartas sobre la mesa



Turbarión se negó a recibirlo. Demasiado ocupado para discutir nada con un visovy. Sólo le dejó directivas en un mensaje. Un pergamino lacrado que estaba sobre la mesa de la tienda donde por fín pudo tomar un descanso.
Prekass lo había dejado en mala posición. Volvía como un héroe para el resto de la tropa. Había cometido el error de triunfar a pesar de las dificultades. Había logrado establecer una avanzada en el norte demasiado firme. Demasiado profunda. Demasiado decisiva.
Las noticias viajaron rápido. La suprema comandancia se desangraba en el oeste. Solicitaban ahora una rápida resolución. Estabilizar el frente norte. Reclutar lugareños con los que sostener la línea y mandar inmediatos refuerzos al desastre que mantenía empantanada al resto de la fuerza imperial. Se lo habían hecho saber a Turbarión, pero no respondió el mensaje.
Prekass quitó uno por uno los correajes de su coraza. Sus dedos estaban torpes por el cansancio. Miraba la mesa. El pergamino de Turbarión en ella. El sello de la comandancia. Intuía que ese día mucho se definiría para él. Junto a ese pergamino había otro. Mismo sello, distinta cera. El color los diferenciaba. Turbarión usaba cera negra. Palash y Topor roja. Si eso había llegado a su mesa de campaña era por voluntad de su general. Le daba a elegir. Turbarión no quería hablar con él. Quería que decida. Y si los otros dos le enviaban órdenes personales era porque no confiaban en su retaguardia. Eso no había llegado allí caminando tranquilamente. Tenían que haber enviado espías, unos bastante desafortunados que no habían podido franquear el cerco de Turbarión. Supuso que ya habían perdido sus ojos. Se rascó los propios pensando en la posibilidad cierta de perderlos. Se recostó por un momento en su litera y meditó.
Turbarión había terminado de interrogar a los mensajeros venidos del oeste. Se habían quitado sus insignias y trataron de pasar por mercaderes. Era suficiente para condenarlos. Tres pares de ojos flotaban en vino claro. La suerte que corrieran ahora no le interesaba. Los había liberado para que intentaran volver con sus amos. Serían comida de lobos, voyanas, quizás alguna bestia del abismo. Pidieron la muerte pero no mancharía su acero con espías. Solo se dedicó a mirarlos como tropezaban por el campamento buscando salir a los llanos ante las risotadas de la tropa. Después se aburrió y volvió a su tienda. Miró fascinado los ojos en la copa. Revolvió con el dedo el contenido. Le gustaban los ojos grises de uno de ellos. Raros. No era común conseguirlos de ese tipo. Quizás fuera un buen augurio.
Prekass cruzó el campamento con los pergaminos en sus manos y se dirigió a la tienda del general supremo. Su andar era calmo, si alguien intentaba detenerlo sería por tener órdenes. No por actuar de forma amenazante. La guardia personal estaba apostada como de costumbre en la entrada. Lo vieron acercarse y se pusieron de pie. Pero sólo eran cuatro. Pusieron sus manos en las empuñaduras de manera amenazante. Prekass se sonrió. Una verdadera amenaza era desenvainar.
Lanzó uno de los pergaminos en la cara del primero, detrás de el vino el puñetazo certero. La nariz del guardia hizo un ruido hueco cuando se rompió. El segundo dio un paso adelante sin terminar de sacar el acero. Errores de principiantes. No necesito desenvainar. Sólo asomó su acero y con el pomo le dio un profundo golpe en el estómago que lo dobló en dos. Cayó de bruces. El tercero logró desenvainar pero para cuando alzó la espada el acero de Prekass ya estaba apoyado en su cuello.

─General. Necesito unas palabras con usted.

─Pasa de una vez Prekass...y deja a mis muchachos en paz.     

Dentro de la espaciosa tienda había cinco guardias más. Estaban sentados tomando vino y se sonreían. Turbarión estaba terminando de tomar una copa de vino claro. Le hizo un ademán para que se siente.
Prekass se acercó a la mesa ante la mirada atenta de todos. Supo que estaban festejando algo pero nadie allí estaba borracho aún. Parecían estar esperándolo. Los pergaminos rebotaron sobre la madera laqueada. El visovy no le temía a nadie. Ni siquiera a su comandante. Pero sabía que Turbarión era astuto y todavía no entendía a que jugaba. 

─Tardaste un rato. Pensé que estabas tomando una siesta visovy. ¿Por qué no has abierto los pergaminos?

─Me gustan las órdenes directas general. Cuestión de costumbre.

─Verás...detectamos a tres espías dentro de tu tienda dejándote un mensaje. No debería desconfiar de mi general más glorioso pero...

─Ni siquiera he leído eso. No me interesan las intrigas. La comandancia puede jugar al secreto cuanto quiera. Yo necesito ganar la guerra para volver a casa.

─Todos queremos ganar. Sólo que a veces olvidamos a que estamos jugando

─No juego a la guerra señor.

─Exacto, no estamos jugando aquí. Estamos escribiendo la historia del imperio. Así que no hay tiempo para intrigas. Irás al sur. Tenemos otro posible frente de guerra allí. Restablecerás el orden en Lurzt. Parece que nuestro aliado está perdiendo el control de la situación.

─No comprendo. Si el príncipe está en el trono. ¿Vamos a reforzar la guarnición sureña? ¿Vamos a tomar el castillo?...

─Vamos a dar un mensaje. ¿Acaso cruzaste espadas con alguno de mis guardias ahí afuera?

─No tuve necesidad.

─Exacto. Algún orgullo magullado pero la sangre sigue corriendo por dentro y no por fuera.

─¿Ese es su mensaje general?

─El mensaje son las once compañías que te llevarás. Ocuparás el valle el tiempo necesario. Comerás su comida, beberás su vino. Incendiarás algunas casas. El invierno hará el resto. No habrá revuelta sin apoyos. Como no habrá vida si nos quedamos demasiado tiempo allí. Ah...debo aclarar algo importante...toda decisión la tomarás junto a los líderes de cada compañía. Somos hermanos de guerra. Sacrificaste demasiados en el norte como para dejarte decidir por tu cuenta.

Prekass apretó los dientes pero asintió con la cabeza. Lo harían marchar delante de la multitud pero no tendría verdadero poder allí. Era más un desfile que una campaña. Lo habían dejado solo cuando necesitó apoyos pero ahora no le dejaban asumir el mando cuando más necesitaba ejercerlo.

─Así se hará señor. ─dijo escuetamente y salió de la tienda.

El camino de regreso fue una sucesión de imágenes de batallas en el norte. La sangre derramada. La noche que perdió dos compañías. La batalla del Colmillo donde se enfrentó al Lobo Blanco...

─Buen día señor. ─lo recibió un asistente apenas traspasó el umbral de su tienda.

─Léeme los mensajes que me hayan dejado mientras me saco las botas...─dijo y lo miró haciendo una pausa con gesto interrogatorio.

─Pausanias, señor.

─Léeme Pausanias mientras descanso un rato mis pies.

Se recostó en su litera mientras sus pies latían todavía por la larga marcha y el frío que habían soportado.
No había mucho de nuevo. Recuento de tropas, enseres, cantidad de raciones necesarias para semejante ejército. Pertrechos. Pausanias leía con fluidez mientras Prekass se relajaba un momento. Admiraba la soltura con la que su asistente cambiaba de pergamino y saltaba de un tema a otro. Por un momento envidió su habilidad. Su prestancia. A él siempre le hubiera gustado saber leer. Luego entornó la cabeza y no tardó en quedarse dormido.







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