viernes, 28 de diciembre de 2018

La fuerza que mueve la espada







Sucedió hace innumerables siglos. Un pueblo recién llegado al oeste desde costas lejanas encontró majestuosas tierras que se abrían paso entre altas montañas y amplios valles junto a profundos pantanos. Fue testigo del ocaso de maravillosas construcciones abandonadas. Templos hermosamente tallados en todos sus frentes, incrustados de piedras preciosas en cada columna y baluarte. Todos estos, testimonio de un gran pueblo extinto. Un pueblo consumido por la guerra según relataban los grabados que poblaban sus templos en ruinas. Quedaban todavía algún puñado de moradores, apenas una sombra de los tiempos de gloria, pero todos ellos a la espera del regreso de los señores del fuego. Cuando vieron a las columnas transitando el antiguo camino de las brasas les recibieron como reyes. Como enviados de los dioses. Y el pueblo de la llama aceptó la invitación, gustosos de no tener que pelear por la tierra.
Este nuevo pueblo, esta muchedumbre de gentes que escapaban de un destino oscuro se refugió en la llama que supieron venerar por siempre. Encontraron una muchedumbre que se había quedado sin sacerdotes, también encontraron un dios demasiado parecido al suyo. Era una señal y por devoción o por conveniencia todos se ciñeron a ella. Sólo en algo se diferenciaba este señor del fuego del padre de la llama que ellos veneraban. El dios que encontraron era fuego de guerra mientras que la llama buscaba traer la paz perpetua a los corazones.  Porque para ellos cada llama encierra el alma de su preciado dios. El señor de la llama que elige a los suyos y los señala con el más sublime signo de la divinidad, la marca ardiente. Y allí sucedió lo que todos temieron en silencio. Muchos de los recién llegados abrazaron el fuego de guerra para ganar adeptos entre los moradores que encontraron. Para formar con ellos grandes ejércitos con los que prevalecer sobre los otros clanes. La guerra incendió los corazones en vez de pacificarlos. Y el enfrentamiento fraticida comenzó en el oeste...otra vez.
Pronto los clanes pequeños no tuvieron más opción que tomar partido por un bando. El clan más antiguo con su jerarca Plamia, llamado el sabio, se dedicó desde el primer momento a reorganizar el culto y atender los derruidos templos. Repartió las tierras respetando a las tribus primitivas y reconociendo a sus jefes. Nombró jueces para dirimir los conflictos y señaló a los templos como lugares sagrados donde no podía derramarse sangre. Esto molestó a algunos originarios ya que los templos eran lugar donde los enemigos eran sacrificados. Sintieron que el dios que traían los recién llegados era un impostor que no venía a devolverles la gloria sino a apagar el fuego definitivamente. Fue para ellos el dios impostor. Y quienes lo veneraban eran guardianes de las brasas, las sobras de lo que ardió. Un insulto.
El otro clan antiguo que se alzó para aprovechar las disidencias y engrandecer su legado fue la casa Povelitel y su impetuoso líder Haakon, el diestro. Había recibido una profecía en su juventud y estaba seguro de que el padre de la llama lo había elegido como el mayor portador de la marca ardiente. La primer espada. El profeta le dijo...

─Tu triunfo será sin esfuerzo pero la victoria puede ser un fruto amargo...

Haakon solo atendió a lo primero ya que la victoria era todo lo que deseaba y se preparó para ella.  Había cruzado el mar oscuro en galeras armadas y se encontró de pronto en unas tierras donde la guerra era un asunto secundario. Allí, en Verbogón, la puerta de los dioses, se le prohibió la espada. Y Haakon no tuvo más remedio que obedecer. Una multitud de pueblos y clanes se reunían allí y todos habían acatado la orden de los tres sumos sacerdotes. No tenía oportunidad. Luego, llegados al oeste, Plamia le volvió a hablar de paz y esta vez Haakon calló pero no volvería a obedecer.
Le llevó años reunir una fuerza considerable como para tomar el poder en el oeste y lanzarse a conquistar el resto del continente. La semilla del imperio vivía también en su corazón.
Plamia, el sabio, fue advertido de que rumores de guerra se agitaban en todo el oeste pero el anciano líder estaba apremiado por terminar las reformas que asegurarían el futuro de todos allí. Luego ellos se encargarían de defenderlas de Haakon o cualquier otro. Porque el anciano era tan sabio que sabía que una guerra era lo peor que podía legarle al oeste, además de que no tenía esperanzas en derrotar militarmente al clan Povelitel. Pero si tenía las fuerzas suficientes para culminar la obra de su vida el mismo caminaría para entregar el poder a Haakon en una ceremonia vacía de sentido. Porque el anciano escribía el Códice Sagrado. Un tratado de conducta religiosa y honoraria que serviría como guía y convertía en todo aquel que lo siga en miembro pleno del reino, más allá de sus bienes o linaje. Esto fue visto como la forma de traer la paz al oeste, y también de como hacer la guerra, bendecido por el padre de la llama.
Garantizar las reglas de combate fue algo saludado por todos, temerosos de que la ambición de Haakon terminara por consumirlos. Todos sus seguidores pusieron la condición de que se respetara el Códice para mantener lealtad a él. Haakon no estaba de acuerdo en someterse a un libro pero la pérdida de varios clanes aliados y las tribus locales, ávidas de reconocimiento como parte del reino, amenazaba su plan de conquista. Y Haakon, sin haber podido enfrentar a su rival en el campo de batalla fue derrotado por la verdadera fuerza que mueve la espada.
Sus huestes llegaron en el día señalado y se formaron frente al Templo de la Llama. Innumerables y temibles, pero no estaban allí por él ni por el viejo sabio sino por el Códice, la verdadera guía del oeste. Plamia caminó hacia él dispuesto a entregar la corona que adornaba su cabeza sin presentar oposición. Y Haakon, rebosante de ganas de cortar la cabeza que la portaba no desenvainó su espada sino que alzó el brazo del anciano reconociendo su autoridad y al Códice que había creado, aceptando su derrota.



Plamia murió tres días después, victima del esfuerzo empleado en su misión y Haakon se alzó como el primer rey del oeste sin oposición alguna, pero con la pesada carga de ser ahora el protector del Códice. Así logró, sin desenvainar el acero, su objetivo primero de dominar el oeste pero renunció para siempre a ser el verdadero vencedor de la contienda. Y renunció además a sus deseos de conquista, obligado a guardar el reino por sobre cualquier otra empresa. Dicen que cuando se sentó en el trono lloró amargamente recordando aquella vieja profecía.
También dicen que Plamia murió con una sonrisa. Con un gesto parecido al de un conquistador. Sereno y confiado y que fue embalsamado. Por siglos se lo guardó en la cripta del templo, abrazado al primer ejemplar del Códice. Su más poderosa arma. Una bastante entendible para el hombre que jamás había blandido una espada. 





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