miércoles, 7 de octubre de 2020

(en proceso)


 

 


 
 
 
 

 
 
 
 
 
 
  
 
 
 
 


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                          

 

 

lunes, 3 de agosto de 2020

La marca en el hombro









Los arbustos apenas se movieron cuando los tres pasaron. El pequeño grupo se movía con rapidez tras la pista de los ataques. Era la tercera caravana imperial sorprendida en el camino. Nunca había sobrevivientes. Testigos. Nada.
Los señores del norte fueron convocados por los estandartes imperiales en busca de explicaciones. Los rumores de sedición corrieron más rápidos que el vino. El imperio creía que las casas reales norteñas estaban detrás del asunto y preparaba el escarmiento. Sólo la oportuna intervención de Onirio, responsable de la fe, puso la matanza en espera. Pidieron tiempo para enviar a un grupo en busca de la verdad. Les fue concedido, no sin antes tomar de rehenes a los príncipes de cada casa. La daga del imperio se apoyaba, fría, sobre las gargantas del norte.
 Cada una de las tres casas principales envió a uno de sus mejores. Crandall entregó al mejor rastreador que había nacido cercas de las montañas, Arness. Livory proveyó a su mejor arquera, Libella y Portas, el helado puerto cercano a los picos azules, al dueño del hacha más pesada y filosa de las montañas, Rodas. Cabalgaron sin descanso persiguiendo rastros dejando los caballos en alguna aldea y adentrándose en el bosque a pie para no ser detectados. Ni siquiera se permitieron hacer fuego en las frías noches. El tiempo los apremiaba.

Era pasado el mediodía cuando encontraron los primeros restos. Arness revisó los cuerpos. Más de treinta. La mitad tenía la garganta destrozada.

─Quizás los encontraron los lobos antes que nosotros ─arriesgó.

─¿Cuáles? ─gruñó Rodas mientras miraba el bosque buscando amenazas.

─Estamos dentro del imperio y lejos de los fuertes. No podemos ir a decirles que los han traspasado. Creerán que los nuestros fueron los atacantes. ─dijo Libela mientras revisaba los carromatos.

─No hay manera de que crean algo distinto arquera. Solo estamos ganando tiempo.

─Me llamo Libela ─dijo mientras tiraba un cofre con la espiga de acero grabada en frente de ellos ─Harías bien en aprendértelo así como yo me aprendí el tuyo Arness.

Rodas se agachó y abrió el cofre. Vacío. Gruñó porque esperaba encontrar algo de oro.

Libela volvió arrastrando el cuerpo de un caído. Le habían arrancado la mitad de la mandibula y la lengua colgaba como un adorno. Le sacó la hombrera y se le vieron cinco martillos tatuados a fuego en el hombro. .

─Un magister. Murió con la espada en su mano. ¿Ven este bolsillo de aquí? ─preguntó mostrando debajo de su pechera la arquera. Luego se acercó al cofre y le sacó una llave aún puesta y la devolvió al maltrecho cuerpo.

─Tantas explicaciones para decir que los robaron? ─Rió Arness.

─Ese cofre no es de oro idiota. Es la correspondencia. Las órdenes entre los fuertes, seguramente la estrategia de invierno. Se mandan tierra adentro, alejadas de la frontera. Por seguridad.

─¿Y tú como sábes tanto arquera? ─ladró Rodas con una mueca de desprecio.

Libela se quitó su hombrera. Pero no había un martillo grabado allí sino eslabones, ocho, formando un circulo que se ampliaba. Se decía que cuanto más larga la cadena más cerca de la lealtad se estaba. La simple marca que le daba el imperio a los esclavos.

─Seis años sirviendo en Casa Negra. Otros dos más cuidando los culos imperiales en estas caravanas de mierda. ─Dijo Libela y escupió al suelo. ─Por eso lo sé

 Las miradas se cruzaron por un momento y Rodas gruñó, pero se apartó de su camino mientras ella pasaba para buscar más rastros. El hachero era uno de los pocos al que el imperio no había tomado como siervo en el norte. Huyó a las montañas y solo regresó cuando las cosas se calmaron. Prefirieron negociar con él y los suyos para no tener que verse envueltos en una dura campaña militar en los Picos Azules. Ningún hombro montañés tenía marcas.
Arness miró al suelo pensando en su hombro. Allí también reposaban un par de eslabones pero le daba vergüenza mostrarlos. Sería mejor que encontraran un rastro pronto porque parecían estar en territorio enemigo.

El bosque estaba limpio. No había podido encontrar ninguna huella más allá de los doscientos pies del ataque. Había señales de que los atacantes habían perdido de los suyos pero habían arrastrado los cuerpos a la espesura. Y allí adentro nada. El bosque parecía haberlos devorado.

─No hacen falta muchos si quieres preparar una emboscada por aquí.

─Viajaban ligeros. Unos quince caballeros montados pero sin corazas. El resto eran arqueros e infantería. Tres carromatos. Unos cincuenta hombres armados en total. ─Describió Libela.

─Las anteriores estaban más vigiladas. Parece que intentaron algo nuevo. ─Sugirió Arness que estaba en el suelo buscando olores.

─Buscaron ganar tiempo. Viajar ligero. Querían cruzar rápido la región.

─Mismo resultado. ─Contestó Rodas con la vista fija en el bosque.

Libela empezó a ver que Rodas presentía algo y se paró junto a él.

─Háblame gruñón.

Señaló los árboles. Las ramas bajas estaban rotas. Había marcas en la corteza. Pero eran frondosos como para ocultar a alguien que trepara lo suficiente.

─Los atacaron desde arriba. Cayeron sobre ellos.

Libela asintió con la cabeza y empezó a examinar los árboles.

─Cayeron en medio de ellos. Los partieron como a una serpiente. ─Aseguró el hachero.

─Hay algo que se te escapa grandulón ─escupió Arness. ─Los jinetes fueron desmontados y asesinados en la retaguardia. Se mantuvieron juntos esperando el ataque, portaban sus espadas y no los vieron llegar. Tampoco hay huellas de huida. ¿Cómo se fueron sin dejar rastros? No creo que se los haya tragado la tierra...

Libela y Rodas se miraron y echaron un vistazo a su alrededor. Tomaron lanzas de los caídos y caminaron hasta donde se perdían las huellas, luego empezaron a pinchar los arbustos.

─¿Qué piensan encontrar allí?

Un sonido sordo y hueco hizo que el hachero y la arquera se miraran. Allí, en un arbusto que parecía seco pero en realidad estaba disimulando algo. La entrada de una estrecha trinchera tapada con un tablón. Habían dado con la trampilla de un túnel. Ingenioso. Si había suficientes túneles cruzando el bosque podían movilizar un ejército.

─Parece que si se los tragó la tierra después de todo Arness. Eres más bueno de lo que pensábamos. ─señaló, filosa la arquera.

─Muy graciosa lyvoriense. No puedo rastrear debajo de la tierra.

─¿Tú que piensas Rodas?

─Excusas ─gruñó el grandulón.

Arness resopló y saltó al túnel. Era más profundo de lo que pensaba. Superaba en altura a un hombre de pie.

─Esto no es algo hecho para la emboscada. Está consolidado. La tierra lleva tiempo excavada, pero si habían logrado pasar la línea de fuertes...¿Por qué no atacar desde donde no los esperan?

Ninguno de los tres lo sabía pero esos túneles llevaban a la respuesta así que se internaron en ellos.
Había varias salidas pero si los seguías lo suficiente iban hacia lo profundo.

─Una vez escuché que los bóreos viven en cuevas profundas. ─Comenzó a relatar Arness. Se acostumbran tanto a la oscuridad que solo salen de noche.

─Se dice demasiado de ellos. Lo cierto es que el imperio logró mantenerlos a raya...o al menos eso creíamos. ─Dijo Libela mientras intentaba ver algo en la oscuridad.

Rodas le tocó el hombro y luego la nariz. El túnel se estrechaba y el hachero cada vez iba más incómodo.

─Huele.

Arness iba delante y ya estaba al tanto de que el olor a pelambre era intenso. Se volvió hacia ellos y los alertó. Estaban cerca.

─Madriguera.

Prepararon sus armas. El estrecho túnel dio paso a una especie de amplia cámara con antorchas en las improvisadas paredes. Necesitaban luz después de todo.

─No sabemos cuantos son aún. Me adelantaré. ─dijo Libela y se esfumó de su lado.

Rodas se colgó el hacha y tomó una espada corta de su cinturón. Odiaba ese pequeño filo pero no tenía más remedio. No estaba seguro de poder estar cómodamente de pie en aquella improvisada sala. Mucho menos de poder blandir su imponente acero. Arness revisó un mesón donde había unos papeles. Algunas cartas tenían el sello imperial. Seguramente aún no sabían del pequeño grupo que los seguía ya que habían dejado el botín cerca del ataque.

«Demasiados confiados están estos perros» pensó y saboreó el momento en que los sorprendieran. Una mano en su hombro lo sobresaltó.

─Deja de jugar Arness ─le dijo Libela mientras revisaba las cartas. ─Se llevaron los mapas y las órdenes, esto es solo correspondencia personal.

─¿Cuántos son?

─Por las voces más de veinte. Hay unas barracas más adelante. Estos no son túneles. Esto es un cuartel.

─¿Quién va a creer ahora que el norte no conspira contra el imperio? ─Se lamentó Arness.

─No seas ingenuo. Esto es la prueba de que sí hemos estado conspirando. He oído el acento de las montañas allí adentro.

─¿Qué hacemos entonces?

─No vine aquí a matar norteños ─dijo la arquera muy segura de sus palabras.

Arness la miró y sus ojos se agrandaron de pronto. Apenas tuvo tiempo de empujarla mientras el silbido de una flecha los encontraba. Para cuando la arquera se levantó el rastreador estaba de rodillas. La pluma sobresalía del pecho pero el resto había pasado a través de él. Libela volteó la mesa justo a tiempo para que el resto de la andanada impacte en la dura madera.
Desenvainó con la resignación de que sería difícil resistir en aquel lúgubre lugar.

─¡Norteños...somos norteños maldita sea! ─les gritó pero no pareció importarles. Las flechas siguieron volando desde la negrura.

Libela escuchó pasos pesados a su espalda y temió lo peor pero era Rodas que había tomado impulso. Levantó el pesado mesón y lo usó como escudo para arremeter contra el extremo de la sala. Pronto sintió el peso de los oponentes pero siguió empujando mientras usaba la espada corta para apuñalar por un lado. Pisaba con fuerza los cuerpos que iban cayendo para que no tuvieran oportunidad de atacarlo por la espalda. Una flecha silbo junto a él. Libela atacaba los resquicios que dejaba el hachero con asombrosa precisión a pesar de la oscuridad. Rodas encontró finalmente el siguiente túnel pero no dejó de empujar con el mesón. Libela usaba su daga para rematar a los heridos. Ya no había tiempo para revisar promesas. Si había una chance de salir con vida pensaba utilizarla.
Rodas sintió que ya no había oposición y se asomó por sobre el tablón para ver que había llegado a una sala más grande todavía. Quedaban tres enemigos ante él asombrados por la fuerza y el tamaño del hombre de las montañas. Lanzó la mesa a un costado como si fuera de papel y descolgó el hacha ahora que tenía más espacio.

─Despacio grandulón ─Le gritó uno de ellos. ─Todos somos del norte aquí...

Rodas permaneció impasible eligiendo a quién cortaría al medio primero.

─Ustedes atacaron ─gritó Libela enceguecida y dolida a la vez por la muerte de Arness.

─ ¿Saben que hace el imperio con los traidores? ¿Qué crees que pasará si los dejamos ir?

─No pienso pedir permiso─ gruñó Rodas y avanzó hacia el que hablaba.

Los otros también avanzaron para interponerse, pero el hacha fue demasiado. Venció la resistencia de sus brazos haciendo que sus espadas se volvieran contra ellos. Sólo quedaba el bocón en pie que estaba recostado contra la pared mirando de reojo un túnel que seguramente lo llevaba hacia otra cámara pero Rodas ya se había interpuesto.

─Nos han condenado a todos. Sábes que no estamos en condiciones de presentar batalla. ─Le gritó la arquera.

─Cierto niña. Eso ya lo sabíamos, nosotros no podemos pero ellos sí. ─Dijo y tomó una pequeña calavera que colgaba de su cuello. La sopló con fuerza aunque no se oyó ningún sonido.

─Lo siento...realmente lo siento, no se pueden ir. ─fue todo lo que dijo con una sonrisa maliciosa antes de que el hacha de Rodas diera cuenta de él.

Libela tomó el extraño cráneo de su cuello. Revisó su pecho y halló un lenguaje extraño grabado.

─Garou...el culto del lobo ─Gruñó Rodas ─Y esos son sus sirvientes ─dijo señalando con el hacha ensangrentada.

─El conquistador lo prohibió hace siglos. ─Murmuró Libela. ─Solo conocemos historias.

Rodas miró a su alrededor.

─El lobo nunca se fue de su madriguera.

Los ecos de potentes aullidos se escucharon en los túneles. Al parecer el silbido del cráneo los había despertado. Rodas apretó el mango del hacha y las correas de cuero que lo cubrían se quejaron por la presión. Libela le puso una mano en el antebrazo para llamar su atención.

─Tenemos que irnos grandulón. Rodas...Rodas escúchame.

Rodas salió por un momento de su trance y la miró.

─No sabemos lo que son, si hombres o bestias pero estamos en su casa. No será esta vez...

Rodas bufó y se colgó el hacha. No estaba tan lejos de la entrada que habían descubierto y todavía quedaba algo de luz. Tenían una pequeña posibilidad.
Volvieron rápido a la salida con la certeza de que les pisaban los talones. Gruñidos y aullidos se habían multiplicado y parecían venir de todas direcciones. Apenas tuvieron tiempo para tomar la daga de Arness y su hombrera. Debían restituirlas a su señor como testimonio de su bravura. Vieron eslabones marcados a fuego en su hombro pero no dijeron nada. Solo partieron.
El bosque ya había sido ganado por las sombras pero el sol todavía se dejaba ver entre el follaje.

Libela salió primero y esperó por él. Ese fue su error. Rodas escuchó ruidos de lucha y supo que los estaban esperando. Para cuando salió Libela estaba caída en el suelo y rodeada por tres enemigos. Distinguió huesos y pieles cubriéndolos además de que tenían practicamente su tamaño. Las correas de cuero del mango de su hacha volvieron a quejarse cuando afirmó la empuñadura con sus gruesos dedos.

Libela entreabrió los ojos y sintió un ligero bamboleo. Se sintió en el aire y así era. Rodas la cargaba en brazos y ya no se veían arboles. Estaban en un claro.

─Ya puedes bajarme grandulón.

─¿Podrás caminar arquera?

Apenas se puso de pie se tomó el costado cruzada por un agudo dolor. Tuvo que apoyarse en él para no caerse. Se sintió la sangre y vio que tenía lo que parecía ser la marca de un zarpazo. Eran tres líneas profundas que se hundían en la carne. Encontró otras heridas similares en su espalda. También tenía marcas en la coraza. Pero esas eran hechas por el filo del acero. También una abolladura que hundía su pechera y le dificultaba respirar así que se la quitó. Todo su pecho era un enorme mancha azulada. Solo así pudo seguirle el paso al hachero que buscaba los fuegos de una pequeña aldea cercana. Vio que él estaba tan o más herido que ella. Zarpazos le surcaban la espalda y el pecho pero la sangre que lo manchaba no parecía ser enteramente suya. Hubiera pagado por ver esa pelea.

─Estás lastimado grandulón ¿quieres que te cargue? ─bromeó ella con un hilo de voz.

El sonrió quizás por primera vez en todo el viaje.

─Caricias ─se limitó a decir.

   
El la tomó de la cintura y caminaron un buen trecho hasta encontrar gente. La aldea era pequeña pero al menos contaban con agua fresca y la hospitalidad que generaba Rodas gracias al temor que despertaba. Atendieron a Libela lo mejor que pudieron, lavaron sus heridas y la mantuvieron caliente. Sin embargo no vivió hasta la mañana. Rodas no durmió ni atendió sus heridas y le tomó la mano cuando ella se despidió de él dándole su hombrera y su daga.

─No les digas que me cargaste.

─Les diré que tú lo hiciste ─Contestó, pero ella no llegó a escucharlo. La delgada mano cayó de sus dedos al suelo.

Él se quedó junto a ella en silencio hasta la mañana. Luego la enterró en las afueras de la aldea. Envolvió las cosas de Arness y de ella en un lienzo y después de pensarlo puso allí también su espada corta y el pequeño cráneo del sirviente de los perros.

─¿Dónde hay un puesto imperial por aquí?

─A dos días de caballo de aquí señor ─Contestó un muchacho que no dejaba de mirarlo con fascinación.

Sacó una de las cintas de cuero de su empuñadura y ató fuertemente el fardo con las pertenencias de los tres.

─Llévales esto y diles donde está enterrada. Merece todos los honores que el norte puede dar.

 ─¿Y qué les diré de usted señor?

─Que nunca volví del bosque. Sólo vieron a la arquera...

Los aldeanos lo vieron irse ensangrentado como había llegado. Tenía un hacha enorme que colgaba de su hombro que también sangraba desafiante.
Rodas sabía que no podía volver a los suyos. No con la derrota y la confirmación de que el norte conspiraba en las narices del imperio. Era preferible la muerte.
La brisa fría de la mañana refresco su pecho y le trajo alivio. Se lavó en un arroyo e hizo emplastes con hojas que solo los montañeses conocían. Luego miró hacia el bosque y por detrás de él las montañas del espinazo que se recortaban en el horizonte. Recordó el camino alto y los rumores de los soldados imperiales. En Valle del Dragón se había formado una resistencia. Por ahí fueran cuentos pero quién sabe. Sólo hizo un alto más en el camino antes de tomar el sendero a las montañas. Hizo un gran fogata y calentó su hacha. La apoyó al rojo en sus heridas. Mordió una vara para no gritar y esta se hizo pedazos. Para cuando terminó de cauterizarlo todo aún quedaba calor en la hoja asi que apoyó el filo con cuidado y dibujó pacientemente un modesto eslabón en su hombro izquierdo. No era perfecto pero le bastó. Se sintió satisfecho y volvió a emprender el camino.

Tenía curiosidad por saber lo que hallaría del otro lado.

















 

 














domingo, 1 de septiembre de 2019

La pasión de los traidores



─Comandante, las tropas aguardan...

Turbarión dejó la copa de vino en la mesa y se dispuso a abrocharse la capa. Un súbito viento del norte había helado el paisaje durante la noche. Aviso de los duros tiempos que vendrían. Estaba claro que sería recio pero no tanto como él cayendo sobre los llanos y acabando con los otros generales. Era hora de tomar el poder. Mientras tomaba la decisión había enviado el grueso de sus filas al sur para bloquear cualquier intento sureño de tomarlo por sorpresa. Los lobos del norte estaban contenidos por la línea de fuertes. Aún si pasaran sería un largo camino hasta alcanzarlo. Tenía tiempo. Tenía fuerzas. Lo que no tenía era paciencia. Se le había agotado hace años esperando un golpe de suerte que debilitara la alianza entre Topor y Palash. Una grieta, un momento de duda o debilidad que le permitiera ganar favor y debilitar por fin al supremo guardián del código. Pero nada pasó. Nada cambió y la gloria del imperio de hundía en el barro de los inmundos pantanos del oeste. Ahora que había dejado a las maltrechas guarniciones sufrir la arrogancia de sus generales se ofrecería como solución a ellos. Habría resistencia. Pero la sola posibilidad de salir del atolladero haría que muchos de los soldados imperiales le rindieran la espada. Si un tercio de ellos cambiaba de lealtad tendría suficientes fuerzas para doblegar a sus hermanos de guerra.

─¿Tiene familia capitán? ─preguntó sin mirarlo siquiera mientras acomodaba el broche de su capa. Una cabeza de dragón oscura y feroz. Tenía esa rara costumbre de no mirar a las personas a la cara. No le interesaban los rostros, a menos que tuvieran algo interesante que decir. Solo entonces miraba a los ojos buscando cierta ferocidad en la mirada, cierta ambición. No era fácil dar con hombres parecidos a él.

─Esposa y tres hijos señor.

─¿Piensa en ellos antes de la batalla? ¿cuál es su último pensamiento?

─No quiero tenerlos muy presentes señor. Es riesgoso, pero no puedo evitar ver sus rostros por un momento. Luego me concentro en mis deberes y esa imagen se pierde.

─¿Cree en el amor entonces?

─No lo se señor, creo que solo me aferro a la idea de que ellos me esperan, que me recibirán aunque tenga que hacer cosas horribles en el campo de batalla. Me consuela saber que tengo donde volver.

─Interesante punto capitán. Interesante. ─mintió Turbarión. ─Aliste mi caballo, enseguida saldré.

El capitán se cuadró y haciendo un gesto con la cabeza se retiró en silencio.

El comandante hizo un gesto de asco. No le gustaban los hombres como ese capitán. Un creyente del amor. La aceptación incondicional y demás mierda que se usa entre guerreros cuando han reemplazado la gloria por algo más modesto. Esa gente finalmente solo quiere vivir. No son muy distintos a los traidores. Prefería los que no tienen nada que perder ni nada que amar. Que buen material se tiene con hombres como esos. Que dudas tendrán al seguir órdenes si no tienen prole con la cual identificarse cuando deben quemar aldeas y masacrar poblados enteros. Esos son verdaderos soldados. Miran hacia adelante. No añoran lo que dejan atrás, porque no hay atrás. Todo lo que les espera está por delante. Malditos sean los que aún confían en el amor pensó casi en voz alta mientras buscaba las notas enviadas por sus espías. Esa inútil esperanza puesta en una falsa porción de eternidad, posteridad mal entendida. Creen que el amor es eterno. Que los cobijará en las malas épocas. Ingenuos como aquellos que mueren abrazados a los suyos cuando sus filas aplastan poblados enteros. Traidores todos ellos si finalmente renuncian a la gloria de regir.
Como siempre antes de la batalla sentía la soledad del mando. Era como una creciente angustia. Solo se disiparía al ver las primeras columnas de humo elevarse. El olor a sangre en el aire. Los ruidos de la matanza. El sabor de haber vencido era siempre mejor que el vino.  


sábado, 31 de agosto de 2019

La tierra yerma




Palash entró con pasos pesados en la tienda alfombrada. Su hermano estaba sentado en su sillón habitual al que todos llamaban por lo bajo "el trono"
Topor era el general supremo de las fuerzas del imperio. Y actuaba desde siempre como un emperador. Aunque el propio código imperial prohibiese que un general estuviera por encima de los otros dos. Era un gobierno de tres. Y una competencia por el poder entre Topor y Turbarión que dejaba a Palash en incómoda posición. Oscilaba entre la ambición de uno y la soberbia del otro. Pero sabía que era más peligroso uno que lo quería todo que aquel que ya lo tenía. Porque Topor era el guardián del código imperial. La letra decía que el guardián era el primer servidor. Pero la letra puede tener muchas interpretaciones y recibir poco servicio, sobre todo si crees que para proteger algo debes estar por encima de el. Turbarión, en cambio, quería ser el guardián para acabar con el código para siempre. Y eso era demasiado para Palash, un hombre que necesitaba que ciertas cosas siguieran siendo como eran. Aunque estuvieran mal.

─Bienvenido hermano...¿que noticias me traes del frente?.

─Nada bueno Topor. La campaña de invierno no es mejor que la pasada. El pantano no se ha congelado. Ahora es barro helado que no deja transitar ni pasar los carros.

─¿Y que pasó con los puentes que mandé construir?

─Esos nunca fueron puentes sino pasarelas, y son de madera. Fáciles de incendiar. El nuevo entretenimiento de los hombres del fuego. Ya sabes que tienen afición por esas cosas.

─Necesitamos establecer la linea de fuertes pronto. La nieve cubrirá todo en unos días.

─Ya nieva copiosamente en el Valle Muerto Topor. ─dijo sacándose con dificultad las botas.

Sus pies estaban ennegrecidos. En parte congelados y en parte por el unguento que debía ponerse para no perder los dedos. Topor hizo un gesto de asco y apartó la vista.

─¿No te agrada el espectáculo hermano? Y eso que no has visto nada aún, pero claro, para eso deberías visitar el frente alguna vez. No está tan lejos de aquí.

Habían montado campamento en Gorod. Que era un montón de ruinas después que el imperio llegó a ella. De nada sirvieron los intentos de negociar. Las declaraciones de lealtad. Supo ser una majestuosa ciudad en otro tiempo. Y fue pasto de las llamas. Ahora yacía abandonada, perdida en los llanos.
Después hubo que lidiar con los titanes y demás bestias que por allí vagaban. Pero no dejaban de ser animales que necesitaban comer y siempre iban donde había comida. Gorod era una tumba. Les atraían más los poblados y aldeas que los destacamentos llenos de soldados armados. La comida fácil siempre era más sabrosa.
Hubo que construir un extenso muro para que no volvieran. En eso se uso la cantidad de piedra que quedó de la ciudad. Porque algún día los poblados y aldeas se acabarían. Sea porque los destruían las bestias y los salvajes voyanas, o porque migraban al sur a montar campamentos del otro lado de las montañas. El imperio, sin embargo, no perdía el sueño por los pueblos de los llanos. Eran algo que simplemente debía desaparecer. Con ellos se iba la oportunidad de la traición.

─Hermano, te ha sentado mal el viaje. Descansa un poco. Ya encontraremos la forma de flanquear sus defensas. Es cuestión de tiempo.

─No hay tiempo para más inviernos en el frente. Perdimos un quinto de los hombres por muerte o deserción...

─La ley dice que si un hombre le da la espada al código su compañía debe pagar por él.

─Topor..─dijo Palash con un suspiro ─Si mato a los fieles, sobre todo en tal cantidad, pronto no tendré números ni para atacar una aldea.

─El código es todo lo que une esta gran fuerza Palash. Debemos honrarla. Ser dignos de ella...

─Déjame reclutar en los llanos. Muchos vendrán por un par de comidas al día. Gente que está habituada al clima...

─En el este también nieva Palash, no seas ridículo.

─Pero la nieve cae sobre la piedra. No se transforma en pantanales infranqueables.

─La gente de los llanos debe morir aquí. Han vivido como reyes por siglos mientras el hambre era nuestra. Es hora de que paguen ─dijo con súbita furia Topor.

─Ya los venciste Topor. Los reyes de la moneda son un recuerdo. La dinastía se perdió. Sus ciudades. Sus templos. Su oro. Todo está enterrado. Muerto.

─No he vencido una mierda si mañana aquellos que vine a vencer son parte de mis filas. ─dijo ya de pie. No los necesito. No los quiero. Vine a terminar con ellos...

─Vinimos ─dijo Palash haciendo una pausa para recordarle que no estaba solo en la campaña. ─Vinimos para acabar con la casa Valyuta. Y lo hemos hecho.

─Ya suenas como Turbarión hermano. No debes hablar en contra del código.

─Vivo por el código del hierro, y muero por el ─dijo con mirada endurecida Palash.

Pero su hermano ya se había calmado. Le acercó una copa de vino a su hermano de armas mientras buscaba algo de comer de una fuente llena de frutas en la mesa de la tienda.

─Hermano mío. No fue prudente levantar la voz. Tampoco cuestionar tu lealtad, lo siento, a veces me dejo llevar por la pasión, así soy porque así debe ser un guardián...sólo te pediré una cosa y te dejaré descansar. Dime una lista de nuestros enemigos conocidos.

Palash se tomó un momento para pensar. Topor también ya que sabía que lo que evitaba un ascenso mayor de Turbarión era el apoyo que le había dado Palash en las desiciones de campaña.
Palash comenzó su enumeración.

─Los señores del fuego, en el oeste, nos mantienen en la frontera. En el norte los señores han capitulado pero los salvajes, los bóreos, aún resisten y asedian nuestra línea de fuertes. Del sur siempre vienen rumores pero nada de lo que tengamos noticias claras...

─¿Te das cuenta hermano? Hay un lugar que no has nombrado.

─Aquí vencimos tempranamente. Aquí vinimos con todas nuestras fuerzas. Y todavía no pudimos dar con ese que llaman el innombrable, pero porque nunca nos ha presentado batalla abiertamente.

─El código hermano dice que ante todo está la tierra ─dijo con vehemencia y comenzó a recitar ..."No has de tomar botín ni guardarás vino. Tomarás en cambio la fuente de todo. Porque el hierro y el oro duermen bajo ella y la vid crece por estar a ella unida"...

Palash lo escrutó en silencio. Conocía el pasaje.

─Tomamos la tierra para no compartirla con nuestros enemigos. El único enemigo que hoy no contamos Palash es aquel a quien le arrebatamos la tierra. Por eso no lo reclutaremos. Los obligaremos a irse de aquí. Si mueren es por su culpa. Que vayan al sur. Al oeste. O que los coman los lobos, no me importa. No pondré una espada en la mano de mi enemigo jamás.

Palash guardó silencio. Si hubiera cerrado la boca podría estar en su tienda descansando. Siempre olvidaba que había que evitar darle al guardián del código la oportunidad de dar sermones y montar ceremonias.
No había descendientes de los Valyuta vivos que se supiera. Y la gente común, como pasa siempre, vive su vida sin prestar mucha atención a quienes dirigen el reino. Eran simples reclutas y no seres ávidos de vengar la muerte de unos reyes que no habían conocido jamás. 

─Me bastaba con un no ─fue todo lo que dijo y se retiró mientras su hermano volvía a sentarse en el trono satisfecho de su elocuencia.

Palash volvía a tener esa vieja sensación como cuando hablaba con Turbarión. Infinitas ansias de perder la guerra y librar a toda Meridia del azote del este. No había encontrado en ninguno de los dos suficiente visión como para manejar las cosas cuando la guerra acabase. Pero tenía que ser justo  y reconocerle algo a Turbarión. Le interesaba respetar otros legados. Quería cierta continuidad en las cosas, mantener la costumbre de cada lugar y con ello ganar adeptos más fácilmente. Cierta negociación lógica para evitar la destrucción total del legado Valyuta.
 

Porque el imperio no podía esperar más que resistencias si todo lo que ofrecía era tierra yerma.





   



sábado, 24 de agosto de 2019

El silencio de los muertos



─¿No pudiste conseguir algo mejor Zhelezo? ─se quejó Ogon, sumo guardián del fuego mientras limpiaba el asiento de piedra con su pañuelo. El santuario de la magia verde permanecía abandonado buena parte del año mientras los magos hacían sus rituales en el bosque. No les habían permitido fundarlo en Verbogón pero lo hicieron a prudente distancia de allí. La magia se reconocía pero no se veneraba. La magia oscura no se anduvo con rodeos y viajó más lejos a instalarse en lo alto de las montañas dragón. Allí fundaron el infame templo del ocaso.

─Hubieras abierto tu templo entonces...─contestó con malicia el sacerdote del hierro ─ah claro. No es conveniente que nos vean conspirando juntos. Podríamos perder la cabeza. Ahora cállate que no tenemos escolta suficiente. Esperemos por Glazh

─Ese pordiosero. ─redobló Ogon con el ceño fruncido. ─¿Es necesario hacerlo parte de esto?

─¿Donde van los mercenarios a hacer sus votos cuando comienzan en el oficio? ¿Has olvidado la fe oscura? Esas son las espadas que el sur tiene disponibles. Y esa magia hoy está del lado del imperio. Toda esa podredumbre termina en Yurzhani...y Glazh es Yurzhani mi estimado. Si él se niega, el sur está indefenso.

─Por los dioses...¡son mercenarios! irán donde les digamos si pagamos lo suficiente...

Ogon se revolvió en su túnica. En parte por la demora del sacerdote del ojo, por las recriminaciones del sacerdote del hierro, y porque le molestaba su tocado rojo. Apto para las ceremonias pero no para reuniones clandestinas. Sin embargo, siempre había compensado su baja estatura con su elevado adorno así que no salía sin el a ninguna parte.
Zhelezo en cambio se había vuelto un hombre práctico y en cuanto traspasó el umbral del santuario se quitó su elaborado tocado metálico. Su cuello no soportaba tanto tiempo con el enrejado de oro sobre su cabeza. Sin embargo, no perdía oportunidad en molestar a su colega.






─Ya puedes quitarte eso. Nadie sabrá lo de tu escaso porte ─dijo el sacerdote del hierro con malicia.

Ogon no se dignó contestar. Estaba pendiente de la entrada. Una silueta oscura se recortó a la luz de las antorchas. Podía ser tranquilamente una aparición con esa túnica negra y el báculo de hueso. Ni siquiera necesitaba escolta para andar por esos lugares desolados en la noche. No había nada más terrorífico que él transitando las sombras.




Ogon no soportaba el hedor que despedía. Todo en él mostraba los signos y aromas propios de la muerte. Avanzó a paso cansino y se sentó sin saludar. Cuando se quitó la capucha el espectáculo no mejoró un ápice. Su cabeza calva era blanca como la leche sin cabello ni cejas ni nada que lo dotara de expresión o vida. La cuenca a la que le faltaba el ojo mostraba la carne del interior del cráneo. Carne que se veía oscura y despedía un aura fétida. Para ser ordenado ojo de cuervo se debía ofrendar uno propio. Y Glazh lo llevaba desecado en un anillo que ostentaba con orgullo en su mano derecha.

─Gracias por dignarte en aparecer ─dijo Ogon con desprecio medido.

─Te agradecemos ojo sagrado. El tiempo apremia. Las huestes del este marchan cercanas al espinazo.

Glazh hablaba despacio y en voz baja. Obligaba al silencio para ser entendido, y jamás repetía un dicho. Era parte de su encanto.

─Un visovy los guía...lo he visto. Y no está urgido hermanos míos. Sabe que será su último viaje. ─fue lo que susurró. Su lengua negra apenas se movía dentro de su boca pero sus dichos solían dar mucha claridad a los asuntos más oscuros.

─Dínos de una vez lo que has visto cuervo. ─ Ogon se ponía ansioso con los rodeos que solía dar.

─Veo muerte. La noche viene porque los hombres de voluntad la incitan con su vanagloria.

Ogon miró a Zhelezo sin disimular su hartazgo. La mueca de fastidio no tardó en aparecer

─No dices nada que no sepamos desde siempre...¿acaso no eres de los que la esperan con ansias?

─La noche debe venir cuando el día muere. Es el paso natural. Luego la luz mata la noche y el ciclo se renueva. ─empezó a explicar Glazh con parsimonia. ─La noche que devora el mundo es la que se alimenta de su luz cuando las demás cosas permanecen dormidas. Lo que está despertando no pertenece a ese ciclo. Lo que intentan desatar lo devorará todo. También a los durmientes. Nosotros somos los durmientes

A medida que explicaba sus manos huesudas parecían querer tomar algo invisible en el aire. Los dedos ennegrecidos y las uñas oscuras acentuaban el mensaje.

─Ogon podeis despreciarme cuanto quieras, a mi tampoco me agradaría mi aspecto ─dijo mirándolo por primera vez fijamente con su único ojo. ─Pero necesitareis a vuestros hermanos del oeste para la batalla, es necesario que se lo digáis.

─Tú sabes tan bien como yo que están en guerra con el imperio. Como podrán ayudarnos si no pueden abandonar la frontera.

─El imperio no sabe lo que está surgiendo del portal. La noche los devorará primero. Luego vuestros hermanos no tendrán enemigos a quienes combatir.


─Nada ha pasado todavía. Son muchos años de guerra para los míos como para embarcarlos en una campaña nueva. No puedo enviar a decirles que dejen de pelear mientras el imperio acampa en nuestra frontera.

─Sólo os pido que digáis que cuando vean al imperio desmoronarse y abandonar el frente recuerden tu mensaje. ─lo conminó Glazh. ─Solo eso.

Ogon no estaba convencido de que mensaje podía enviar que no pareciera de un traidor pero calló.
 Zhelezo con su pragmatismo habitual tomó nuevamente la palabra.

─Hermano, soy un sacerdote del hierro. No puedo ir a decirle a los míos abiertamente que el imperio debe caer por romper el pacto ancestral.

─Os veo preocupados por la traición mis hermanos. ─remarcó Glazh. ─Pero nunca será traición si veláis porque la luz no se extinga completamente. Todas las demás lealtades serán fatuas. Cuando el poder de la noche eterna se levante no habrá corazones firmes. Todos temerán. Todos serán tentados. Todos flaquearán. La carne siempre tiembla mis hermanos, siempre tiembla.

Zhelezo y Ogon se miraron tratando de imaginar hasta donde serían ciertas las palabras del sacerdote del ojo. Glazh parecía poder leerlos porque contestaba a las preguntas cuando todavía no habían salido del corazón para hacerse presentes en la lengua.

─Se que dudáis de cuán cierto puede ser esto que les anuncio hermanos. Cuando vuelvan a sus palacios de piedra en Verbogón recordad que pronto empezaréis a sufrir la traición de la oscuridad. Ya está aquí, pero es tenue todavía para quienes ven con los ojos de la carne.

Glazh volvió a calarse la capucha y se puso lentamente de pie. Eso daba por terminada la reunión que tenían prohibido tener. El único lugar donde podían reunirse era en el concilio, donde las reuniones cara a cara eran escasas y poco productivas.

─¿Tengo tu palabra de que las espadas de Yurzhani estarán disponibles para el sur entonces? ─preguntó Zhelezo con algo de ansiedad mal disimulada.

─Yurzhani no tiene ejército, pero cada viajero que pase por ella será advertido de lo que se cierne sobre su cabeza.

─¿Incluidas las compañías mercenarias que peregrinan constantemente?

─Todos merecen ser advertidos. ─fue lo último que dijo Glazh antes de perderse en la oscuridad. O encontrarse en ella.

Yurzhani había sido siempre una ciudad de mala reputación y escasas leyes. Allí estaba el templo de Nekkis, la diosa de los secretos. Una deidad oscura con una venda en sus ojos y un puñal en su mano. Se veneraba al otro lado del mar oscuro y viajó con hombres de mala vida que escapaban de la ley regia de Mediamar hasta Meridia en busca de nuevos comienzos. Los mercenarios comenzaron su culto y se establecieron en el extremo sur. Les resultaba un lugar ideal para vender la espada al no haber ejércitos cuantiosos. Todos los conflictos se mediaban de acuerdo a los mercenarios que se pudieran pagar. No había lugar para otro tipo de justicia.

Zhelezo y Ogon partieron por caminos distintos con sus escasas comitivas. Cada uno se iba pensando en que decirles a los suyos sobre lo que venía hacia el sur. Fueran fuerzas del portal o simplemente las huestes imperiales, siempre sería malo. Sobre todo la intención manifiesta de romper la tregua ancestral, pecado altamente condenable.
Pero lo primero sería planear con tiempo como decirle a cada culto sobre el peligro. Tendrían que cuidar de que lo que se hablaba no pareciera demasiado parecido a lo que predicarían los otros sacerdotes supremos, aunque en el fondo todos advirtieran sobre lo mismo. Había que elegir las palabras con cuidado, y dejar lo restante tras el velo del silencio. Aunque eso significara matar a ese puñado de acompañantes que era testigo del encuentro entre los tres para que la noticia no se esparciera entre los acólitos, ya que no hay mejor silencio que el de un muerto.




















viernes, 16 de agosto de 2019

Lobos en la puerta



La marcha comenzó con la primera claridad. Eran demasiados para demorar el viaje. Un pequeño destacamento se adelantó para explorar y limpiar el camino de enemigos si era necesario. Prekass mismo encabezó la columna principal. La mayoría de sus hombres acostumbraban ver a los generales viajar comodamente en carros especiales. El general lobo era distinto. Todos lo sabían de alguna manera pero no sabían cuanto.
Los oficiales echaron suertes para ver quién iría a preguntarle los detalles de la misión. Había de todo en esos destacamentos. Paños morados. Zorros negros. Trekeris para rastrear enemigos. Lanceros. Arqueros imperiales y por supuesto la infanteria pesada. Caballeros negros en tal cantidad que una nube de polvo ascendía a medida que marchaban. Era claro que eran una ofensiva. Una incontenible, pero no sabían a que tipo de enemigo se podían enfrentar en el sur. Nadie tenía noticia de una fuerza semejante a la que enfrentar.

─Ustedes son patéticos ─dijo Bestrass, uno de los oficiales. Soy mitad visovi, yo hablaré con él. ─espetó y espoleó su caballo para adelantarse en la columna.

Le llevó un rato alcanzar el frente de marcha. No solía haber desplazamientos de tanta magnitud. Tampoco había caminos como los que trajeron la invasión desde el este. Apenas unas sendas polvorientas ahora completamente desbordadas de tropas, carros y animales.

─¿General?...¿me permite unas palabras?

La respuesta fue apenas un gesto para que se acerque mientras contemplaba desde una elevación la ruta que empezaba a dirigirse hacia las montañas donde el paso sería mucho más lento por lo estrecho de las calzadas. No podía entender como le llamaban camino real a eso.

─Supongo que te eligieron a ti para que vengas a preguntar

─Yo me ofrecí general. Se que hay directivas y el mandato de que los generales tengan reuniones periódicas con usted. No pretendo incomodar.

─¿Y que pretendes entonces?

─Me llamo Bestrass señor. Capitán de lanceros...siempre se han oído cosas sobre usted.

─Supongo que esas historias de terror no espantan a un guerrero imperial

─A mi no me interesan los cuentos. A esos hombres tampoco ─dijo el capitán señalando con la cabeza hacia atrás ─Me interesa la suerte que corra esa gente.

─Ah ─dijo el general con un gesto ─Esas historias...

Se hizo un silencio incómodo que pareció durar demasiado para el capitán.

─¿Estuvo en la campaña del norte capitán?

─Fuerte del juramento señor. Dos inviernos allí. Clima duro, comida escasa y enemigos...bueno, usted ya sabe. Perdimos la mitad de la compañía.

El general seguía sin mirarlo. Contemplaba como un carro se había atascado en una zanja y varios corazas negras se habían sacado los yelmos para ayudar.

─Más allá de los cuentos que se contaron usted sabe a que nos enfrentamos en esos lugares helados. Podrá no decirlo. Podrá no saberlo pero usted mataba lobos por la noche y enterraba hombres en la mañana.

El capitán sopesó su respuesta. Estaba prohibido en las compañías hablar de hombres que se convierten en animales. Era un mito. Un cuento del norte para que nadie los invadiera. Pero los bóreos eran reales. Los había visto fugazmente en las noches en que aullaban frenéticos, cuando atacaban ferozmente los fuertes. Cuando arrancaban gargantas de una mordida. Todos se llevaron su marca del norte. Como la mordida que el general tenía en el antebrazo. Esa que hizo pensar a todos que se volvería uno de ellos. Pero nada pasó. Era un hombre sin alma pero nunca se transformó en algo peor de lo que ya era. Quizás porque no existía tal cosa.

─Mire capitán. Hemos visto en el norte cosas que no podemos explicar. Qué hemos decidido no decir ─enumeró el general casi sin mirarlo. ─Pero ahora vamos al sur donde tenemos un escenario peor. Porque esta vez mataremos hombres para enterrar lobos. No crea que no tenemos enemigos. No nos morderán ni se mostraran feroces pero bailarán sobre nuestras tumbas con una sonrisa en los labios si los dejamos hacer. Dígale eso a los demás.

El capitán se retiró en silencio. Había confirmado sus peores sospechas. El imperio rompería la tregua ancestral. El pacto antiguo que databa de tiempos inmemoriales cuando las tribus llegaron desde el mar oscuro. No había ejército que enfrentar ni reinos que doblegar pero si un enemigo. Uno que se ganarían al bajar del camino real y marchar por el valle del dragón. Adonde vieran habría miradas de odio y desconfianza y se preguntarían donde buscar al enemigo, pero no hay respuesta cuando es uno, cualquiera, todos.
Había lobos en la puerta, y eran ellos.





martes, 6 de agosto de 2019

Nadie, de la nada


El guardia arrojó el cuenco de sopa sin ninguna delicadeza.

─Come...

─Preferiría algo de cerdo en verdad ─le respondió una voz desde las sombras

─Díselo al príncipe...

─Se lo diré a tu madre para estar seguro.

El pesado cerrojo de hierro hizo un ruido sordo al correr. Parabel se acomodó para la golpiza. Ya era costumbre con el guardia del almuerzo. No eran divertidos los moretones en el cuerpo pero debía estar listo para el momento en que debiera salir de allí. La sesión no fue muy extensa. Apenas podía pararse pero siempre lo hacia. Algo inútil dado que el puñetazo lo derribaba casi siempre, luego llegarían las patadas pero ya había conseguido cubrirse lo suficiente como para que el guardia se cansé de golpearlo sin que el perdiera el sentido en el proceso.

─Tienes la boca muy grande idiota.

El juglar iba a responder, pero era mejor no provocarlo más por ese día. Mañana volvería a la carga con los aspectos relacionados a la madre del guardia. Juntó algo de paja para acomodar su maltratado cuerpo. Se suponía que ya debían haber llegado al castillo con la caravana pero aún no se habían contactado con él. No entendía el retraso. Deberían haber llegado hace días. Repasaba su plan una y otra vez para tener algo que hacer con su cabeza en los momentos difíciles. Era fácil perder la razón allí.

 ─Vas a hacer que te maten bufón ─se oyó decir desde la celda contigua.

─Tampoco es muy prometedor extender mi estancia en este lugar ─se limitó a responder.

Solo había escuchado gritos de los torturados en el fondo de las mazmorras. Había logrado que lo lleven a lo más profundo de ellas asi que no tenía mucha compañía. Allí dejaban a los infortunados volverse locos en la oscuridad. También era el lugar menos custodiado de todos. Solo remedos de hombres quedaban por allí. Sin embargo la voz parecía cuerda y firme.

─¿Por qué te enviaron aquí? ─intentó preguntar el juglar con tono conciliador.

...

─¿Te has vuelto tímido de pronto? ─insistió.

─Deja de provocarlo o lograrás que nos suban a la sala de tormentos idiota. ─fue toda la respuesta.

─¿Te preocupa un poco de atención?

─No eres el único esperando su momento de escapar. Todo ese trabajo escondiendo cosas en las paredes de tu celda será inútil si te sacan de allí. Porque te aseguro que no volverás.

Parabel había trabajado en silencio removiendo pacientemente piedras para esconder el puñal que le había pasado José la última vez que vino. También tenía un unguento para que sus heridas no se infecten pero debía ponerselo por las noches y disimular el olor con su propia orina. Debían creer que estaba cada vez más débil aunque guardaba sus raciones de carne seca también en las paredes a salvo de las hambrientas ratas. Pero estaba seguro de haber sido discreto y era poco el ruido que se podía percibir con los gritos de la sala de tormentos.

─Me llamo Oregaen, el bardo ─mintió con destreza ─uno que osó cantar contra el príncipe allá arriba, en plena plaza. Toda una hazaña entre tantos cantantes tratando de conseguir atención. ¿Y tú? ¿quién eres?

...

─Mira, si no vas a entretenerme con algo de charla mañana seguiré mi juego con el guardia...y te aseguro que me ocuparé de mencionarte para que te unas a la fiesta...

─No tienes con que amenazarme juglar...

Parabel sintió que su mundo se caía. Alguien estaba allí vigilándolo desde su llegada. Alguien que lo conocía. Al menos por referencias. Eso complicaba sus planes. Sería acaso un hombre del príncipe esperando el momento para atraparlo a él y a los demás en medio del ataque. José no le había mencionado que dejara alguien allí para acompañarlo. Tenía que pensar lo peor simplemente porque no había muchas opciones.

...

─Ahora eres tú el que se ha quedado callado juglar...¿o debo llamarte Parabel?

─¿Quién eres?

─Yo soy nadie.

─Puedes ser un don nadie pero de seguro tienes nombre y origen, no juegues conmigo.

Una risa disimulada apenas fue toda la respuesta.

─Vengo de la nada. ─terminó por decir. ─¿Acaso puedo decir que vengo de un pueblo que es un yermo o de lugar que ya no existe? Mi pueblo, mi familia, mis amigos...son cenizas. Soy hijo de las cenizas. Ahí está tu respuesta.

─¿Cómo me conoces? ...y te recomiendo dejar los rodeos. Si eres una amenaza yo mismo me ocuparé de tí

─No tengo nada contigo juglar. Pero te diré lo mismo que tú a mí. Si pones en riesgo lo que tengo aquí seré yo quién termine contigo.

La voz se había movido desde la celda contigua hasta la misma puerta de su celda. Estaba en el pasillo. Podía salir a voluntad al parecer.

─Pues pareces ser un guardia. No estás encerrado como yo.

─Claro que estoy encerrado aquí. Solo que tengo más que un poco de unguento y carne seca escondidos en las paredes.

Parabel buscaba en su memoria cosas que pensar acerca de ese personaje. La verdad era que solo el imperio había arrasado con pueblos de esa manera. Solo el este y los titanes habían traído tal destrucción. Tenía que ser la invasión o el portal torpemente abierto dejando escapar a las criaturas que asolaron la región.

─Y dime nadie...¿que esperas para irte de aquí?

─Todavía no es tiempo. Además estoy cómodo aquí. Estoy esperando a los tuyos...igual que tú.

El juglar entendió que todo aquello era una miserable trampa pero no tenía como avisar a los demás. Si ya se sabía que ellos vendrían a intentar tomar el castillo estaban perdidos. No tendrían oportunidad. Era vital que escapara de allí para avisarles. Tanteó la pared para dar con los bloques de piedra sueltos y conseguir la daga. Al menos podía intentar aflojar los goznes de la puerta...o forzar el cerrojo. Quizás fingir un ataque de locura repentina que obligara a los guardias a bajar a verlo...algo, lo que fuera.
Comenzó a usar su puñal con el cerrojo para intentar abrirlo. Una mano sujetó la suya con firmeza para que se detenga. Eso lo convenció lo suficiente junto a la espada que se posó sobre su cuello. De alguna manera estaba dentro de su propia celda. Pero ¿cómo? el había revisado cada piedra del interior. Era sólida, sin tabiques ni pasajes.

─Hagamos un trato ─dijo nadie. ─Tú me dices lo que necesito saber de tu gente, y puede que yo te cuente de mis planes.

─¿Por qué no me matas simplemente? No veo la ventaja de decirte nada.

─¿Es una petición o una oferta? ─contestó la voz apretando el acero contra su garganta.

Parabel soltó el puñal que cayó al suelo con un ruido apagado. La espada dejó de sentirse sobre él al tiempo que su puñal regresaba a su mano. Se dio vuelta y tanteó la oscuridad pero ya no había nadie allí. La voz volvió a oirse al otro lado de la puerta.

─No te quitaré nada...y tú tampoco. Solo hazme saber cuando llegaran los tuyos.

─No voy a traicionarlos ─contestó Parabel con firmeza.

─No necesito que lo hagas. Pero detrás de ustedes vendrán muchos hijos del este a asolar el sur. Necesitan una excusa para romper el pacto. Ahora la tendrán.

─Si el sur no se alza nada detendrá al imperio.

─Si el sur se alza será un baño de sangre. Yo he visto lo que imperio hace cuando quiere dar un mensaje.

─¿Vas a decirme quién eres?

─Solo si me ayudas a detener esto antes de que sea tarde.

─Si voy a ayudarte debes demostrarme cuál es tu plan.

La puerta de la celda se abrió. Un guerrero de coraza oscura estaba frente a él.

─No voy a decirte mucho. Lo único que debes saber es que solo el imperio puede vencer al imperio juglar.

Parabel no entendió a que se refería con eso pero el hecho de poder salir por primera vez en mucho tiempo de su celda le cambió el ánimo por completo. Siguió a Nadie hasta una celda al final del corredor. Estaba iluminada con antorchas y se veía una mesa servida con variedad de platos. Hacía rato que no veía comida de verda así que engulló todo lo que pudo. El vino era bueno también.

Nadie se sentó en las sombras. Parecía molestarle la luz de las antorchas.

─Así que te gusta el misterio señor de las cenizas. Por mí está bien, pero no suelo confiar a quién no me mira a la cara.

Nadie suspiró. Ese juglar podía ser muy insistente, pero le habían dado buenas referencias de él asi que decidió darle el gusto. Se levantó pesadamente y se quitó el yelmo. El solo contacto con el aire le generó incomodidad pero no había más remedio. Tenía que curar sus heridas.

─Acerca una antorcha si es lo que quieres.

Parabel tomó una cercana y alumbró donde estaba el guerrero. Una cara horriblemente quemada lo observaba con ojos que resaltaban entre la piel lacerada como enormes esferas que parecían flotar en las cuencas. No tenía labios así que su boca parecía sonreír de forma macabra. Tampoco había nariz. Sólo dos orificios que se agradaban y reducían al ritmo de la respiración.

─¿Contento?

─Creo que me arrepiento de insistir ─dijo Parabel tratando de disimular el asco que sentía no solo por el aspecto sino por el hedor que emanaba de esas heridas. ─¿cómo es que sigues vivo?

─No creo que esto sea vida, pero sigo aquí. Debo irme. Mantenme informado de las acciones de tu gente. Este castillo es mío por derecho. Nadie más tendrá este trono.

─¿Debo seguir llamándote Nadie?

─Me da igual como me digan. Mi nombre está prohibido juglar. Al menos por ahora...cumple tu parte.

El guerrero se retiró en silencio por una escalerilla que se adentraba en el vacio. Parabel entendió como había llegado a su celda. No había pasadizos en las paredes sino en los techos. Le pareció ingenioso. El hedor todavía impregnaba el ambiente cuando decidió seguir comiendo. Era demasiado el hambre para andarse con remilgos. Parecía que esa noche había conocido por fín a la leyenda. El fantasma, la aparición, el no muerto, o como lo habían bautizado en los llanos. El innombrable.