martes, 9 de octubre de 2018

Martillos y centella




Decíres del escriba verso primero, acerca de las condiciones que dieron sustento a la unificación de los reinos…

Uno de los hechos que desencadenará la unificación de las Islas de Piedra y el Continente de Mediamar en un formidable imperio, y responsable directo de la ascensión de Primo Cordas como supremo emperador, fue la matanza del banquete. 
Este hecho que marca la caída de los principales clanes de Islas de Piedra y un nuevo comienzo en la balanza de poder entre ambas naciones. En un hecho que cada facción leyó de manera distinta, algunos como traición y otros como justicia, el mismo pueblo del continente se rebeló aún contra sus propios líderes para resistir lo que consideró una invasión. Si bien los saqueos eran una constante, jamás involucraban a las casas mayores, demasiado alejadas de las prácticas antiguas desde que comerciaban con los puertos vecinos a Vincar. Sin motivo aparente, los isleños se lanzan con una colosal flota en una invasión en lo que pretendió ser un encuentro entre señores y vasallos. Madena, lejos de someterse como pretendía su regente, Verecún, le inflinge a las islas de piedra la mayor derrota de su historia sin necesidad de desenvainar. Fue durante el banquete que la regencia ofreció a los invasores donde se acabó con una de las familias más influyentes que ostentaron el título de “espada mayor”. Los señores de Rocanegra. Fue un hecho que el continente consideró una victoria y las Islas condenaron como un ultraje, cómo el desconocimiento de la tradición de hospitalidad.  Los Rocanegra con su líder Iccarius al frente, desembarcaron una noche cerrada, de la novena luna, en plena estación de las lluvias. Tocaron tierra a la hora del búho en el puerto de Madena. Aunque minimizaron la confrontación en puertas de la bahía con el capitán Galil, se consideraron “invitados” al permitírseles desembarcar. El regente de la ciudad blanca ya tenía en su poder el edicto que los aceptaba como huéspedes, y preparado el banquete, según comentaban los sirvientes, aunque nunca hubieran sido invitados. Y echando por tierra la versión temprana de que Verecún fue sorprendido por el invasor y se vio obligado a negociar una salida diplomática que evitara el saqueo. Los detractores del regente dijeron que quiso volverse un señor de piedra, ajustándose a las costumbres del invasor. Que quería hacer de Madena parte de las islas, acabando para siempre con la enemistad, renunciando a su propia libertad en el proceso. Dándole a las islas el mayor puerto del continente, el más preciado botín que podían pretender los isleños. Pero Verecún tenía muchos enemigos. Rivales con voz y respeto en el consejo de regencia. Entre todos ellos se destacaba uno y el regente de Madena ya tenía planes para él. Existía una vieja costumbre isleña, el combate singular, donde un representante de cada bando se batía a duelo para definir el resultado de una batalla. Se le conferiría al infortunado contendiente el título de espada mayor del continente y su defensor, aunque los señores del grano, no solían tener pericia en batalla. Eran sembradores a los que se pretendía poner en pie de igualdad con los invasores. Sólo había un señor al que Verecún no podría comprar. El Dominus Doral Torvic de la casa del Grano Dorado. Uno de los pocos guerreros que había prevalecido alguna vez contra los señores de las islas sería el elegido en esta batalla simbólica. Aunque era un gran general y experto estratega, Doral Torvic ya estaba entrado en años y no sería rival en el combate contra un guerrero maduro pero habituado al combate. La elección de la regencia, pretendía aniquilar el seguro foco de resistencia que podía significar Grano Dorado. Uno de los pocos señoríos que poseía un ejército consolidado y vasallos lo suficientemente fieles como para seguir a su señor a la guerra.
La tradición de la espada mayor, era la más venerada que poseyeran las islas. Era costumbre de las islas designar una espada mayor, aquel guerrero más distinguido, el mejor de su casa, que tomaba la atribución de comandar en la batalla y convocar las velas negras, es decir, armar una numerosa flota para invadir y saquear un territorio. Conseguir que fuera exitosa aseguraba que no hubiera próximo espada mayor, el título se heredaba al mejor de su casa y este continuaba en el cargo hasta que sobreviniera la derrota. Tres generaciones llevaban los señores de Rocanegra al frente de los isleños gracias a sus numerosas victorias. Con el tiempo se empezó a sospechar que no era el favor de la Madre Forja sino los arreglos que acostumbraban hacer los señores de esta casa, los responsables de la seguidilla de éxitos que cimentaron su fama como espadas mayores. El general Iccarius de Rocanegra no fue la excepción esa vez cuando llevó a sus dromones directo desde Tres Escudos hasta la Bahía de Marfil sin desviarse o acecharla, tan confiadamente navegó, que sus hombres se miraron incrédulos. Y en un invierno muy húmedo y lluvioso, en una noche sin luna, fría y ventosa, las velas negras llegaron a la Bahía del Marfil. Fueron casi 500 dromones, navíos livianos atiborrados de remeros y guerreros ansiosos, que trajeron a lo más selecto de las Islas a las puertas de Madena. El regente de Madena, Verecún, señor del túmulo, se negó a la confrontación y les franqueó el paso desoyendo todo consejo. La sospechosa irrupción de semejante cantidad de navíos en la bahía hizo creer a los nobles madenienses que Verecún estaba al tanto de la llegada de los isleños. La bahía de Madena siempre había contado con una poderosa defensa y contaba con navíos de guerra como para enfrentar a los invasores, pero sospechosamente estaban en campaña combatiendo a los piratas en el extremo oriental frente a las costas de Ur-Kamoi, en plena época de tormentas. Y el Ojo del Eterno, la colosal torre de defensa que podía echar fuego sobre sus enemigos en el extremo este de la bahía se hallaba con sus guardias borrachos esa noche, merced a la contribución de un desconocido. Allí se almacenaba aliento del eterno, un compuesto a base de manteca de cerdo, cal, salitre  y otras cosas que la mayoría desconocía. Los guerreros sombra habían provisto a Madena de una generosa cantidad, aunque  nunca dieron su receta. Las torres menores y la opuesta, llamada la del Silbido, amanecieron con sus guardias muertos al alba, en un acto de guerra que todos prefirieron ignorar. Esa noche 500 barcos de guerra habían puesto proa hacia la bahía de marfil. Esa noche solo dos navíos salieron a enfrentarlos.

–Capitán…ya hemos alistado los navíos, los hombres se niegan a quedar en tierra.

En el mascarón de proa del navío insignia, un hombre de piel tostada y cabellos canos miraba atentamente la negrura de una noche de viento y llovizna. La bahía no mostraba un solo destello que rompiera el velo. Ni siquiera contaba con un relámpago que le arrojara una pista, pero seguía con la vista fija. Los viejos marineros sabían que nada se podía ver en semejante noche, como también sabían que en realidad, el hombre no buscaba ver sino oir.
El capitán era a simple vista, un hombre de mar. No era por sus numerosas marcas y tatuajes. Era su porte. Su piel quemada por el sol y la sal, como atestiguaba el viejo refrán. Sus hombros fornidos delataban años de tomar los remos, un remero que escapa a la suerte de su navío queda marcado por él. Todos sospechaban que alguna vez había sido esclavo. Nadie se hubiera atrevido a preguntarlo. Poco se sabía de su pasado, pero una vez llegado a Madena en su juventud, no tardó en demostrar que era más pez que hombre. Y cuando se hizo una leva para la flota, su figura apareció desde las profundidades del mercado del puerto para ponerse a las órdenes de los primeros dromones de guerra de la ciudad blanca. Su nombre no era uno que pudiera confundirse en las llanuras, era nombre que tenía ascendencia en la ciudad pirata de Ur Kamoi, en el extremo oriental.
Su pericia como navegante y la influencia que ejercía sobre los otros hombres de mar, le granjearon un ascenso casi indiscutido. Lejos de las rencillas propias del ego, los demás capitanes vieron en él un líder, y lo siguieron hasta el último momento.
Gibal Galil fue durante la gran invasión el capitán del puerto. Reunió suficientes hombres como para alistar dos embarcaciones, un dromón de guerra y una barcaza de abordaje, eligiendo el mando de “Muerte sombra” por su amplia bodega. Era un navío magnífico. Aunque urgía dar respuesta a la flota que se lanzaba contra la bahía de marfil mandó al resto de los hombres a sumarse a la defensa de la ciudad. Los capitanes de los demás dromones protestaron, estaban listos para pelear, de hecho alzaron la voz reclamando pero el capitán no pensaba sacrificar hombres que posiblemente fueran decisivos en la defensa. Algo andaba muy mal cuando, tardíamente, llegaron los primeros reportes de avistamientos. Barcos isleños con velas negras, navíos de la muerte. Habían salido de los tres escudos, los puertos de guerra de Islas de Piedra. Había fallado toda la red que se extendía y vigilaba los movimientos de los isleños. En esos puestos había nombrado a sus hombres más fieles y dedicados, si los mensajes llegaban tarde, esos hombres seguramente habían perecido. Y sabía que para que tal cosa fuera posible, alguien con suficiente poder, había amañado las cosas. Conocía hombres viles, dispuestos a entregar Madena, pero todavía confiaba en que también hubiera hombres dispuestos a defenderla. Así que Gibal puso proa hacia los invasores, buscando con su gema de aumento en la negrura de la noche, aún no sabía que daño podría causar ni el tamaño de la amenaza. Solo sabía que si se plantaba resistencia Madena no dudaría en resistir. 
Se dedicó a buscar el dromón más ornamentado, el que tuviera el mascarón distintivo de los grandes señores. Podía ser un lobo blanco con sus fauces amenazantes de la casa Roca del Lobo, tres escudos con una espada atravesada de los Rocafuerte o una dama con un martillo en la mano, de los infames Fraguapiedra. Cuanto más grande y distintivo fuera el dromón, mayor sería el ilustre marino que lo comandara. Solo sabía que uno de esos grandes señores de la guerra dormiría con él en el fondo de la bahía esa noche.
El honor recayó sobre dos martillos cruzados y una centella en el centro. Recordó ese emblema. No era una casa distinguida la que llevaba ese estandarte, pero si una de las más conocidas. Sabía la triste fama que le precedía, como los carniceros vasallos de la casa Fraguapiedra. Había tenido el dudoso honor de enfrentarlos, por eso le pareció familiar. Fue en los años de su juventud cuando sangró en la batalla del Ruhm, defendiendo al Dominus de Campoverde, una ocupación ideal para un muchacho huérfano con pocas luces, escapado de un barco pesquero kamoiense, que se había lanzado a la búsqueda de aventuras. Fue así que vagando por los señoríos de las planicies, terminó encontrando más hambre que acción. Su destino, como el de muchos vagabundos, fue el de acabar comiendo en los campamentos de leva que los señores montaban cuando la invasión llegaba. Una vez que llenaba la tripa con una comida decente, inmediatamente se encontraban enlistados para la milicia. La mayoría pretendía desertar pero el día previo a la batalla simplemente se los apresaba a la espera de la matanza. Aunque se les siguiera llamando batallas. Era lo único que sabían hacer los señores del continente en la víspera de la batalla, alistando por un jornal a quien quisiera pelear por ellos. Tenían la esperanza que reunir un gran número de infantería, como si esto fuera a desalentar a los curtidos guerreros isleños.
La derrota, como siempre, resultó inevitable. Aquella ocasión, y una vez consumada la matanza, los isleños pasaron revista entre los prisioneros. Los formaron cerca de donde la noche anterior habían sido encerrados. A los heridos los pasaron sin más a cuchillo, no había contemplaciones. El muchacho se irguió cual largo era y no tardó en verse sobrepasando a los demás jóvenes reclutas. Su porte era distinto, la vida en el mar había curtido su piel y templado sus músculos. Aunque no quisiera, en la línea su figura se destacaba. Un señor de la guerra pasaba buscando buenos esclavos para su terruño y viéndolo entre las filas de fallidos guerreros y mercenarios, se acercó a él. Sus tatuajes, en honor al mar, característicos de Ur-Kamoi lo delataron. El señor de la guerra, vestido con una reluciente coraza y su distintivo, dos martillos y una centella decorándola, puso sus negros ojos en él. No lo enfrentó, solo bajó la mirada y se deleitó en el ornamento de su coraza. Recordó cuanto brillaban en relieve, y la distinción que brindaban al portador. Era un hombretón de larga cabellera negra y unos ojos negros profundos como pozos, Se inclinó a él ­con una sonrisa despectiva y dijo algo en lengua del mar, para sorpresa de Gibal…

–Demasiado lejos del agua…

No hubo demasiado que recordar después. Lo siguiente fueron años remando encadenado en el vientre de un dromón, esperando el momento de su muerte. Solo los fuertes lograrían sobrevivir las extenuantes jornadas, Aunque hubo veces en que hasta los fuertes se dejaron ir para escapar a través de la muerte a ese tormento. Uno tras otro los vio dejar sus lugares vacantes. Malik el trasgo, Ur el tuerto que esperaba que su tribu viniera por él. El viejo Licarno, quien fuera su último maestro al enseñarle que el odio es la única batalla que le quedaba por pelear, que usara ese sentimiento para mantenerse vivo, pero si alguna vez lograba escapar de ese barco, dejara todo ese sentimiento en su bodega. Y tomó ese consejo como brújula, aún cuando el viejo pereció de agotamiento una estación más tarde. Un naufragio cerca del estrecho ardiente le ofreció una segunda oportunidad para vivir. Aunque sería difícil salir de las entrañas de aquel navío anegado. El barco se fue a pique demasiado rápido y esa bodega se fue tan al fondo que no tuvo más remedio que llevar su odio con él…creyó que volvería a tener aire en sus pulmones cuando quedó sumergido en la negrura de esa bodega. Las cadenas le impedían escapar. Estaban unidas a la viga central del casco.  Fue la fortuna, y el buen signo de las diosas marinas que ese mismo fondo colapsara cuando chocó con una saliente rocosa de camino al fondo del estrecho, fue designio de las diosas de las aguas que la misma viga central cediera por el impacto y que el grueso ojal de hierro se torciera liberando sus cadenas. Arrastrando sus eslabones y apartando las manos que se aferraron a él todavía encadenadas buscó la superficie. Nadó con una energía inhumana para vencer el contrapeso de esa larga cadena. Los que conocieron la historia siempre creyeron que él murió ahogado esa noche, que lo que emergió desde lo profundo de las aguas y del odio, era otra cosa, un ser de voluntad inquebrantable listo para la venganza, un ser que se propuso no olvidar desoyendo el consejo del viejo Licarno, el no dejó su odio en la bodega, lo llevó con él, aunque pesara más que una cadena de hierro.
Despidió a la tripulación antes de alcanzar Punta del Ojo. Ya habían hecho su trabajo, y no era seguro que alcanzaran tierra a nado si se adentraban más en el Mar Oscuro. La enorme vela estaba desplegada, la carga estaba en la bodega. La cubierta estaba limpia de todo aquello que pudiera arder. Sólo necesitaba derivar un poco más, la flota enemiga venía a buena velocidad y no tardaría en darle alcance.
La primer flecha incendiaria no tardó en caer. Podía escuchar sus risas con claridad. El mar tiene esa magia de transportar los navíos y los sonidos con facilidad, reían mientras apostaban seguramente, quién sería el que le acertaría al mástil. No se apuraban en incendiar la vela ya que se quedarían sin juego. Igualmente no podrían. Viró a babor para proteger un poco la embarcación. Las risas aumentaban, seguramente pensando que trataba de escapar. Era difícil maniobrar con una barcaza cargada, atada al dromón. La negrura de la noche había ayudado de ocultarla, y su pericia hizo el resto. Había llegado a la desembocadura de la bahía donde la corriente hacía un extraño giro y lo arrastraría violentamente hacia el oriente, y Gibal contaba con ese impulso. La cubierta empezó a arder lentamente. Los marineros la habían empapado con agua de mar junto con la vela, como les había mandado, así que tenía algo de tiempo. Cuando sintió el empujón de la corriente giró violentamente el timón y se lanzó con su carga contra los dos escudos y la centella que se ocultaba detrás de la primera línea de navíos.
El navío ardía lentamente enviando su mensaje luminoso a toda la bahía. A lo lejos ya se oía las campanas advirtiendo y se escuchaba el murmullo de los gritos de alerta. La tarea estaba cumplida…en parte. La flota completa ahora estaba en guardia. Al menos eso quería que creyeran. La resistencia encontrada hasta ahora era tímida pero la bahía podía volverse un infierno si se lo proponía. Soltó las amarras de la barcaza. Era más liviana a pesar de estar cargada por completo. Cubierta como estaba de una vela y pintada con grasa ennegrecida, apenas mostraba algún destello cuando viajó rauda contra la formación de naves isleñas. Sabía que la verían muy tarde, era una barcaza de abordaje, confiaba en que la atacarían como habían hecho con él. Después de todo, era una táctica isleña muy antigua para adueñarse de navíos sin necesidad de causarle daños. Las primeras advertencias se oyeron pronto, se escuchó el grito de ¡tensar! Y Gibal por única vez en la noche, sonrió. La siguiente orden no tardó en oírse… ¡soltar! Y las flechas salieron como luciérnagas en busca de su destino. La llamarada iluminó la noche cuando la barcaza llena de aliento del eterno estalló en una bola amarilla de fuego, despidiendo la grasa encendida en todas direcciones. Siete dromones fueron alcanzados por la explosión, causando confusión en las tripulaciones. Había una extraña belleza en ese súbito destello iluminando esos navíos que pretendían esconderse. Lo que seguía también fue lo previsto. El reflejo de apagar el fuego con agua de mar completaba la faena. Lejos de atenuarse, el fuego se avivaba con el agua condenando las naves a arder inexorablemente. Sostuvo el timón mientras se protegía de las flechas, su barco seguía ardiendo pero había hecho cargar la cubierta con odres llenas de agua y  estaba rodeado de ellos. Los fue rompiendo a medida que las llamas se acercaban, comprando tiempo. Todavía no estaba lo suficientemente cerca de los dos martillos y la centella.
Se acercó a los navíos incendiándose, el aliento del eterno ardía sobre el agua, y aún debajo de ella, no había salvación para nadie allí. Se lamentó por los remeros, seguro habían sido esclavizados como él alguna vez, en tristes circunstancias, pero conocía su situación y saber que morían junto a sus captores les brindaba una única, aunque modesta satisfacción.
La proa de Muerte Sombra enfiló hacia las embarcaciones incendiadas, partiendo a una por la mitad, gracias al peso del impulso que le daba su propia carga. La brisa cargada de calor le hizo arder la cara. La superficie del agua se iluminaba fantasmal por el destello del incendio desatado. Los islotes de fuego salpicaban la oscuridad del mar mientras los gritos de los infortunados se multiplicaban, debían elegir entre ahogarse o quemarse, luchando vanamente por escapar. La imagen de los náufragos tapizando la superficie del mar, coronó la vista de Gibal.
Las embarcaciones que venían detrás de la vanguardia habían empezado a virar para evitar el daño pero el señor de los martillos y las centellas quedó atrapado en lo cerrado de la formación, una veintena de dromones luchaban entre sí por abandonar la mancha de fuego que tenían por delante. Lo buscó con la vista. A pesar de que su melena se volvió cenicienta con los años su porte permanecía intacto. Lo vio junto a su mascarón, al pie de su embarcación, maldiciendo por todos los dioses que conocía. Sintió una especie de alivio, por encontrarlo. Su coraza, otrora reluciente, había visto el paso de los años y se la veía mellada y opaca. Ya no brillaba, ni con los barcos incendiándose en sus narices. Recordó que un isleño jamás la cambia. No sabía si llegaría a impactarlo, había demasiados despojos entre ambos pero al menos lo veía y se aseguró de que él también lo viera. Parado en la quilla se quitó el jubón dejando a la vista sus innumerables tatuajes, se los señaló mientras le gritaba en lengua del mar.
Leegstra de Rocaforjada, observó a sus naves chocar entre sí impotente, entendiendo que su avanzada había fracasado. Había logrado ser designado la vanguardia de la invasión. Sitial que le auguraba la gloría en ese simulacro armado por el general Iccarius. Las crónicas hablarían de la casa que abrió el camino en la gloriosa avanzada al continente. Debía resultar un modesto paseo hacia un destino rendido. Así lo habían planeado. Había resignado su parte del botín para conseguir asistir al evento en primera fila. Lo que veía ante sus ojos era el desastre desatado. La segunda línea tratando de asistir a sus compañeros, se acercaron arrojando agua a los infortunados, solo para lograr avivar más las llamas, pronto la segunda línea perdió tres embarcaciones más y en la tercera línea se hallaba atrapado él. Justo cuando empezaba a saborear el festín que se avecinaba, había sido emboscado por un solo barco. La vergüenza no podía ser mayor. Solo rogaba que su sobrino, que comandaba la primera línea de dromones hubiera ardido en el más espantoso tormento.  

–General…el capitán de la nave enemiga trata de llegar hasta nosotros, viraremos para escapar del fuego y señor…dijo el capitán de cubierta con cara de asombro.
El general no dejaba de mirar la mancha de fuego amenazante, pero notó que algo más había en el gesto de su segundo.

– ¡Habla de una vez!

Señor…nos está gritando algo. –le dijo y continuó dando órdenes a diestra y siniestra tratando de dirigir al timonel para salir del laberinto de naves entrechocando.

Leegstra sabía que la vergüenza había caído nuevamente sobre su casa. Años había invertido su padre en borrar su pasado de pirata para ganar favor ante las espadas mayores. Aunque eso significara cometer los actos más terribles en nombre de su señor. Aún en su lecho de muerte le había pedido juramento para continuar lavando el nombre de Piedraforjada. Quería que alguna vez, alguno de sus descendientes, llegara a poner su nombre en el Salón de la Forja, fundir la espada y la coraza en la fragua sagrada, ofrendando su acero a la Madre Forja. Quizás conseguir unas nuevas para el mejor de su casa, anhelando el día en que le fueran otorgadas. Llegaría el día en que acumulara suficientes martillos en su coraza, merced a sus hazañas. Todos aquellos sueños ardían en el Mar Oscuro frente a la Bahía de Marfil, y el hombre que se los había arrebatado ya empezaba a divisarse entre el humo y el fuego. Gritaba a todo pulmón, pero nadie entendía lo que decía. No podían, era la lengua del mar. El que vociferaba se señalaba el pecho, le mostraba algo, sin preocuparse porque su nave estaba casi envuelta en llamas. Su segundo seguía impartiendo órdenes y parecía estar logrando hacerse camino entre los demás dromones. La única salida fue arremeter contra sus propios barcos, aún a costa de hacerlas zozobrar. Siguió mirando al vociferante tratando de entender por qué le gritaba eso. Ahora empezaba a señalarlo. Parecía conocerlo. El creyó saber quién era pero luego dudó. Tantas matanzas, tantos enemigos, tantas casas agraviadas en nombre de sus señores a lo largo de su camino, ¿cómo saberlo? lo que era seguro es que alguno de todos ellos había logrado encontrarlo y acabar con el honor de su casa, en una noche cerrada, acometiendo contra la flota más numerosa que se recordara, con un solo barco. Volvió a maldecirlo con todas sus fuerzas mientras ese hombre solo repetía una y otra vez lo mismo, aún no entendía por qué ese hombre gritaba una y otra vez…

–demasiado lejos de la tierra…demasiado lejos de la tierra…

El general desenvainó su espada y lo señaló…– ¡Ven por mi malnacido! –dijo en perfecta lengua del mar, un dialecto que hacía mucho tiempo no usaba. Y entonces sintió el calor barriendo el aire en un destello cegador. El barco enemigo estalló en una inmensa bola de fuego naranja rojiza, llevándose los gritos, el extraño marino que vociferaba, sus martillos cruzados junto a la centella pintada de amarillo. Se llevó su sueño de dar honor a su casa y escribir su nombre en algún salón de Piedramayor, allí en el enorme castillo oscuro que se elevaba en la ladera del Monte de la Diosa. Se llevó la ambición de ver finalmente el emblema de su casa coronar el portal de la espada rota, y dar finalmente gloria a su linaje maldito, tal como su padre le había reclamado. Pero nada de eso ya importaba. La carga y el sueño de borrar el pasado de su casa, se elevaron hacia la negrura de la noche, fugazmente iluminada, junto con toda la flota de Piedraforjada, y luego se apagaron por completo, perdiéndose para siempre. Lo último en apagarse fue una espada, que lanzada como proyectil ardiente, fue a clavarse en el casco de un dromón rezagado, que por su impericia no había podido llevar el ritmo, librando a su tripulación del desastre. 
Los marineros curiosos, con esfuerzo lograron rescatarla y se la mostraron, como quien muestra un animal misterioso, a su capitán que no dejaba de contemplarla sorprendido. La hoja estaba ennegrecida y el mango aunque dañado parecía ornamentado. La sostenía con firmeza una mano cercenada, cuyos dedos llevaban los vistosos anillos del señor de Piedraforjada, parecía asirse con fuerza a la empuñadura, aunque no hubiera brazo que la tensara. El capitán la guardó con respeto sin tocar esa mano que aferraba la espada, esa mano que desmentía la muerte, como negándose a aceptar su destino.

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