Decíres del escriba verso primero, acerca de las condiciones que dieron sustento a la unificación de los reinos…
Uno de los hechos que desencadenará la
unificación de las Islas de Piedra y el Continente de Mediamar en un formidable
imperio, y responsable directo de la ascensión de Primo Cordas como supremo
emperador, fue la matanza del banquete.
Este
hecho que marca la caída de los
principales clanes de Islas de Piedra y un nuevo comienzo en la balanza
de poder entre ambas naciones. En un hecho que cada facción leyó de
manera distinta, algunos como traición y otros como justicia, el mismo
pueblo
del continente se rebeló aún contra sus propios líderes para resistir lo
que consideró
una invasión. Si bien los saqueos eran una constante, jamás involucraban
a las
casas mayores, demasiado alejadas de las prácticas antiguas desde que
comerciaban con los puertos vecinos a Vincar. Sin motivo aparente, los
isleños
se lanzan con una colosal flota en una invasión en lo que pretendió ser
un
encuentro entre señores y vasallos. Madena, lejos de someterse como
pretendía
su regente, Verecún, le inflinge a las islas de piedra la mayor derrota
de su
historia sin necesidad de desenvainar. Fue durante el banquete que la
regencia
ofreció a los invasores donde se acabó con una de las familias más
influyentes
que ostentaron el título de “espada mayor”. Los señores de Rocanegra.
Fue un
hecho que el continente consideró una victoria y las Islas condenaron
como un
ultraje, cómo el desconocimiento de la tradición de hospitalidad. Los Rocanegra con su líder Iccarius al frente,
desembarcaron una noche cerrada, de la novena luna, en plena estación de las
lluvias. Tocaron tierra a la hora del búho en el puerto de Madena. Aunque
minimizaron la confrontación en puertas de la bahía con el capitán Galil, se
consideraron “invitados” al permitírseles desembarcar. El regente de la ciudad
blanca ya tenía en su poder el edicto que los aceptaba como huéspedes, y
preparado el banquete, según comentaban los sirvientes, aunque nunca hubieran
sido invitados. Y echando por tierra la versión temprana de que Verecún fue
sorprendido por el invasor y se vio obligado a negociar una salida diplomática
que evitara el saqueo. Los detractores del regente dijeron que quiso volverse
un señor de piedra, ajustándose a las costumbres del invasor. Que quería hacer
de Madena parte de las islas, acabando para siempre con la enemistad,
renunciando a su propia libertad en el proceso. Dándole a las islas el mayor
puerto del continente, el más preciado botín que podían pretender los isleños. Pero
Verecún tenía muchos enemigos. Rivales con voz y respeto en el consejo de
regencia. Entre todos ellos se destacaba uno y el regente de Madena ya tenía
planes para él. Existía una vieja costumbre isleña, el combate singular, donde
un representante de cada bando se batía a duelo para definir el resultado de
una batalla. Se le conferiría al infortunado contendiente el título de espada
mayor del continente y su defensor, aunque los señores del grano, no solían
tener pericia en batalla. Eran sembradores a los que se pretendía poner en pie
de igualdad con los invasores. Sólo había un señor al que Verecún no podría
comprar. El Dominus Doral Torvic de la casa del Grano Dorado. Uno de los pocos
guerreros que había prevalecido alguna vez contra los señores de las islas
sería el elegido en esta batalla simbólica. Aunque era un gran general y
experto estratega, Doral Torvic ya estaba entrado en años y no sería rival en
el combate contra un guerrero maduro pero habituado al combate. La elección de
la regencia, pretendía aniquilar el seguro foco de resistencia que podía
significar Grano Dorado. Uno de los pocos señoríos que poseía un ejército
consolidado y vasallos lo suficientemente fieles como para seguir a su señor a
la guerra.
La tradición de la espada mayor, era la más
venerada que poseyeran las islas. Era costumbre de las islas designar una
espada mayor, aquel guerrero más distinguido, el mejor de su casa, que tomaba
la atribución de comandar en la batalla y convocar las velas negras, es decir,
armar una numerosa flota para invadir y saquear un territorio. Conseguir que fuera
exitosa aseguraba que no hubiera próximo espada mayor, el título se heredaba al
mejor de su casa y este continuaba en el cargo hasta que sobreviniera la
derrota. Tres generaciones llevaban los señores de Rocanegra al frente de los
isleños gracias a sus numerosas victorias. Con el tiempo se empezó a sospechar
que no era el favor de la Madre Forja sino los arreglos que acostumbraban hacer
los señores de esta casa, los responsables de la seguidilla de éxitos que
cimentaron su fama como espadas mayores. El general Iccarius de Rocanegra no
fue la excepción esa vez cuando llevó a sus dromones directo desde Tres Escudos
hasta la Bahía de Marfil sin desviarse o acecharla, tan confiadamente navegó,
que sus hombres se miraron incrédulos. Y en un invierno muy húmedo y lluvioso,
en una noche sin luna, fría y ventosa, las velas negras llegaron a la Bahía del
Marfil. Fueron casi 500 dromones, navíos livianos atiborrados de remeros y
guerreros ansiosos, que trajeron a lo más selecto de las Islas a las puertas de
Madena. El regente de Madena, Verecún, señor del túmulo, se negó a la confrontación
y les franqueó el paso desoyendo todo consejo. La sospechosa irrupción de
semejante cantidad de navíos en la bahía hizo creer a los nobles madenienses
que Verecún estaba al tanto de la llegada de los isleños. La bahía de Madena
siempre había contado con una poderosa defensa y contaba con navíos de guerra
como para enfrentar a los invasores, pero sospechosamente estaban en campaña
combatiendo a los piratas en el extremo oriental frente a las costas de
Ur-Kamoi, en plena época de tormentas. Y el Ojo del Eterno, la colosal torre de
defensa que podía echar fuego sobre sus enemigos en el extremo este de la bahía
se hallaba con sus guardias borrachos esa noche, merced a la contribución de un
desconocido. Allí se almacenaba aliento del eterno, un compuesto a base de
manteca de cerdo, cal, salitre y otras
cosas que la mayoría desconocía. Los guerreros sombra habían provisto a Madena
de una generosa cantidad, aunque nunca dieron
su receta. Las torres menores y la opuesta, llamada la del Silbido, amanecieron
con sus guardias muertos al alba, en un acto de guerra que todos prefirieron
ignorar. Esa noche 500 barcos de guerra habían puesto proa hacia la bahía de
marfil. Esa noche solo dos navíos salieron a enfrentarlos.
–Capitán…ya hemos alistado los navíos, los hombres se niegan a
quedar en tierra.
En el mascarón de proa del navío insignia, un hombre de piel
tostada y cabellos canos miraba atentamente la negrura de una noche de viento y llovizna. La
bahía no mostraba un solo destello que rompiera el velo. Ni siquiera contaba con
un relámpago que le arrojara una pista, pero seguía con la vista fija. Los
viejos marineros sabían que nada se podía ver en semejante noche, como también
sabían que en realidad, el hombre no buscaba ver sino oir.
El capitán era a simple vista, un hombre de mar. No era por sus
numerosas marcas y tatuajes. Era su porte. Su piel quemada por el sol y la sal,
como atestiguaba el viejo refrán. Sus hombros fornidos delataban años de tomar
los remos, un remero que escapa a la suerte de su navío queda marcado por él. Todos
sospechaban que alguna vez había sido esclavo. Nadie se hubiera atrevido a
preguntarlo. Poco se sabía de su pasado, pero una vez llegado a Madena en su
juventud, no tardó en demostrar que era más pez que hombre. Y cuando se hizo
una leva para la flota, su figura apareció desde las profundidades del mercado
del puerto para ponerse a las órdenes de los primeros dromones de guerra de la
ciudad blanca. Su nombre no era uno que pudiera confundirse en las llanuras,
era nombre que tenía ascendencia en la ciudad pirata de Ur Kamoi, en el extremo
oriental.
Su
pericia como navegante y la influencia que ejercía sobre los otros hombres de
mar, le granjearon un ascenso casi indiscutido. Lejos de las rencillas propias
del ego, los demás capitanes vieron en él un líder, y lo siguieron hasta el
último momento.
Gibal
Galil fue durante la gran invasión el capitán del puerto. Reunió suficientes
hombres como para alistar dos embarcaciones, un dromón de guerra y una barcaza
de abordaje, eligiendo el mando de “Muerte sombra” por su amplia bodega. Era un
navío magnífico. Aunque urgía dar respuesta a la flota que se lanzaba contra la
bahía de marfil mandó al resto de los hombres a sumarse a la defensa de la
ciudad. Los capitanes de los demás dromones protestaron, estaban listos para
pelear, de hecho alzaron la voz reclamando pero el capitán no pensaba
sacrificar hombres que posiblemente fueran decisivos en la defensa. Algo andaba
muy mal cuando, tardíamente, llegaron los primeros reportes de avistamientos.
Barcos isleños con velas negras, navíos de la muerte. Habían salido de los tres
escudos, los puertos de guerra de Islas de Piedra. Había fallado toda la red
que se extendía y vigilaba los movimientos de los isleños. En esos puestos
había nombrado a sus hombres más fieles y dedicados, si los mensajes llegaban
tarde, esos hombres seguramente habían perecido. Y sabía que para que tal cosa
fuera posible, alguien con suficiente poder, había amañado las cosas. Conocía
hombres viles, dispuestos a entregar Madena, pero todavía confiaba en que también
hubiera hombres dispuestos a defenderla. Así que Gibal puso proa hacia los invasores,
buscando con su gema de aumento en la negrura de la noche, aún no sabía que
daño podría causar ni el tamaño de la amenaza. Solo sabía que si se plantaba
resistencia Madena no dudaría en resistir.
Se dedicó a buscar el dromón más ornamentado, el que tuviera el mascarón distintivo de los grandes señores. Podía ser un lobo blanco con sus fauces amenazantes de la casa Roca del Lobo, tres escudos con una espada atravesada de los Rocafuerte o una dama con un martillo en la mano, de los infames Fraguapiedra. Cuanto más grande y distintivo fuera el dromón, mayor sería el ilustre marino que lo comandara. Solo sabía que uno de esos grandes señores de la guerra dormiría con él en el fondo de la bahía esa noche.
Se dedicó a buscar el dromón más ornamentado, el que tuviera el mascarón distintivo de los grandes señores. Podía ser un lobo blanco con sus fauces amenazantes de la casa Roca del Lobo, tres escudos con una espada atravesada de los Rocafuerte o una dama con un martillo en la mano, de los infames Fraguapiedra. Cuanto más grande y distintivo fuera el dromón, mayor sería el ilustre marino que lo comandara. Solo sabía que uno de esos grandes señores de la guerra dormiría con él en el fondo de la bahía esa noche.
El honor
recayó sobre dos martillos cruzados y una centella en el centro. Recordó ese
emblema. No era una casa distinguida la que llevaba ese estandarte, pero si una
de las más conocidas. Sabía la triste fama que le precedía, como los carniceros
vasallos de la casa Fraguapiedra. Había tenido el dudoso honor de enfrentarlos,
por eso le pareció familiar. Fue en los años de su juventud cuando sangró en la
batalla del Ruhm, defendiendo al Dominus de Campoverde, una ocupación ideal
para un muchacho huérfano con pocas luces, escapado de un barco pesquero
kamoiense, que se había lanzado a la búsqueda de aventuras. Fue así que vagando
por los señoríos de las planicies, terminó encontrando más hambre que acción.
Su destino, como el de muchos vagabundos, fue el de acabar comiendo en los
campamentos de leva que los señores montaban cuando la invasión llegaba. Una
vez que llenaba la tripa con una comida decente, inmediatamente se encontraban
enlistados para la milicia. La mayoría pretendía desertar pero el día previo a
la batalla simplemente se los apresaba a la espera de la matanza. Aunque se les
siguiera llamando batallas. Era lo único que sabían hacer los señores del
continente en la víspera de la batalla, alistando por un jornal a quien
quisiera pelear por ellos. Tenían la esperanza que reunir un gran número de
infantería, como si esto fuera a desalentar a los curtidos guerreros isleños.
La
derrota, como siempre, resultó inevitable. Aquella ocasión, y una vez consumada
la matanza, los isleños pasaron revista entre los prisioneros. Los formaron
cerca de donde la noche anterior habían sido encerrados. A los heridos los
pasaron sin más a cuchillo, no había contemplaciones. El muchacho se irguió
cual largo era y no tardó en verse sobrepasando a los demás jóvenes reclutas. Su
porte era distinto, la vida en el mar había curtido su piel y templado sus
músculos. Aunque no quisiera, en la línea su figura se destacaba. Un señor de
la guerra pasaba buscando buenos esclavos para su terruño y viéndolo entre las
filas de fallidos guerreros y mercenarios, se acercó a él. Sus tatuajes, en honor
al mar, característicos de Ur-Kamoi lo delataron. El señor de la guerra,
vestido con una reluciente coraza y su distintivo, dos martillos y una centella
decorándola, puso sus negros ojos en él. No lo enfrentó, solo bajó la mirada y
se deleitó en el ornamento de su coraza. Recordó cuanto brillaban en relieve, y
la distinción que brindaban al portador. Era un hombretón de larga cabellera
negra y unos ojos negros profundos como pozos, Se inclinó a él con una sonrisa
despectiva y dijo algo en lengua del mar, para sorpresa de Gibal…
–Demasiado lejos del agua…
No hubo demasiado que recordar después. Lo siguiente fueron años
remando encadenado en el vientre de un dromón, esperando el momento de su
muerte. Solo los fuertes lograrían sobrevivir las extenuantes jornadas, Aunque
hubo veces en que hasta los fuertes se dejaron ir para escapar a través de la
muerte a ese tormento. Uno tras otro los vio dejar sus lugares vacantes. Malik
el trasgo, Ur el tuerto que esperaba que su tribu viniera por él. El viejo Licarno,
quien fuera su último maestro al enseñarle que el odio es la única batalla que
le quedaba por pelear, que usara ese sentimiento para mantenerse vivo, pero si
alguna vez lograba escapar de ese barco, dejara todo ese sentimiento en su
bodega. Y tomó ese consejo como brújula, aún cuando el viejo pereció de
agotamiento una estación más tarde. Un naufragio cerca del estrecho ardiente le
ofreció una segunda oportunidad para vivir. Aunque sería difícil salir de las
entrañas de aquel navío anegado. El barco se fue a pique demasiado rápido y esa
bodega se fue tan al fondo que no tuvo más remedio que llevar su odio con él…creyó
que volvería a tener aire en sus pulmones cuando quedó sumergido en la negrura
de esa bodega. Las cadenas le impedían escapar. Estaban unidas a la viga
central del casco. Fue la fortuna, y el
buen signo de las diosas marinas que ese mismo fondo colapsara cuando chocó con
una saliente rocosa de camino al fondo del estrecho, fue designio de las diosas
de las aguas que la misma viga central cediera por el impacto y que el grueso
ojal de hierro se torciera liberando sus cadenas. Arrastrando sus eslabones y apartando
las manos que se aferraron a él todavía encadenadas buscó la superficie. Nadó
con una energía inhumana para vencer el contrapeso de esa larga cadena. Los que
conocieron la historia siempre creyeron que él murió ahogado esa noche, que lo
que emergió desde lo profundo de las aguas y del odio, era otra cosa, un ser de
voluntad inquebrantable listo para la venganza, un ser que se propuso no
olvidar desoyendo el consejo del viejo Licarno, el no dejó su odio en la
bodega, lo llevó con él, aunque pesara más que una cadena de hierro.
Despidió a la tripulación antes de alcanzar Punta del Ojo. Ya
habían hecho su trabajo, y no era seguro que alcanzaran tierra a nado si se
adentraban más en el Mar Oscuro. La enorme vela estaba desplegada, la carga
estaba en la bodega. La cubierta estaba limpia de todo aquello que pudiera
arder. Sólo necesitaba derivar un poco más, la flota enemiga venía a buena
velocidad y no tardaría en darle alcance.
La
primer flecha incendiaria no tardó en caer. Podía escuchar sus risas con
claridad. El mar tiene esa magia de transportar los navíos y los sonidos con
facilidad, reían mientras apostaban seguramente, quién sería el que le acertaría
al mástil. No se apuraban en incendiar la vela ya que se quedarían sin juego.
Igualmente no podrían. Viró a babor para proteger un poco la embarcación. Las
risas aumentaban, seguramente pensando que trataba de escapar. Era difícil
maniobrar con una barcaza cargada, atada al dromón. La negrura de la noche
había ayudado de ocultarla, y su pericia hizo el resto. Había llegado a la
desembocadura de la bahía donde la corriente hacía un extraño giro y lo
arrastraría violentamente hacia el oriente, y Gibal contaba con ese impulso. La
cubierta empezó a arder lentamente. Los marineros la habían empapado con agua
de mar junto con la vela, como les había mandado, así que tenía algo de tiempo.
Cuando sintió el empujón de la corriente giró violentamente el timón y se lanzó
con su carga contra los dos escudos y la centella que se ocultaba detrás de la
primera línea de navíos.
El navío
ardía lentamente enviando su mensaje luminoso a toda la bahía. A lo lejos ya se
oía las campanas advirtiendo y se escuchaba el murmullo de los gritos de
alerta. La tarea estaba cumplida…en parte. La flota completa ahora estaba en
guardia. Al menos eso quería que creyeran. La resistencia encontrada hasta
ahora era tímida pero la bahía podía volverse un infierno si se lo proponía.
Soltó las amarras de la barcaza. Era más liviana a pesar de estar cargada por
completo. Cubierta como estaba de una vela y pintada con grasa ennegrecida,
apenas mostraba algún destello cuando viajó rauda contra la formación de naves
isleñas. Sabía que la verían muy tarde, era una barcaza de abordaje, confiaba
en que la atacarían como habían hecho con él. Después de todo, era una táctica
isleña muy antigua para adueñarse de navíos sin necesidad de causarle daños.
Las primeras advertencias se oyeron pronto, se escuchó el grito de ¡tensar! Y
Gibal por única vez en la noche, sonrió. La siguiente orden no tardó en oírse…
¡soltar! Y las flechas salieron como luciérnagas en busca de su destino. La
llamarada iluminó la noche cuando la barcaza llena de aliento del eterno
estalló en una bola amarilla de fuego, despidiendo la grasa encendida en todas
direcciones. Siete dromones fueron alcanzados por la explosión, causando
confusión en las tripulaciones. Había una extraña belleza en ese súbito
destello iluminando esos navíos que pretendían esconderse. Lo que seguía
también fue lo previsto. El reflejo de apagar el fuego con agua de mar
completaba la faena. Lejos de atenuarse, el fuego se avivaba con el agua
condenando las naves a arder inexorablemente. Sostuvo el timón mientras se
protegía de las flechas, su barco seguía ardiendo pero había hecho cargar la
cubierta con odres llenas de agua y estaba
rodeado de ellos. Los fue rompiendo a medida que las llamas se acercaban,
comprando tiempo. Todavía no estaba lo suficientemente cerca de los dos
martillos y la centella.
Se
acercó a los navíos incendiándose, el aliento del eterno ardía sobre el agua, y
aún debajo de ella, no había salvación para nadie allí. Se lamentó por los
remeros, seguro habían sido esclavizados como él alguna vez, en tristes
circunstancias, pero conocía su situación y saber que morían junto a sus
captores les brindaba una única, aunque modesta satisfacción.
La proa
de Muerte Sombra enfiló hacia las embarcaciones incendiadas, partiendo a una
por la mitad, gracias al peso del impulso que le daba su propia carga. La brisa
cargada de calor le hizo arder la cara. La superficie del agua se iluminaba
fantasmal por el destello del incendio desatado. Los islotes de fuego
salpicaban la oscuridad del mar mientras los gritos de los infortunados se
multiplicaban, debían elegir entre ahogarse o quemarse, luchando vanamente por
escapar. La imagen de los náufragos tapizando la superficie del mar, coronó la
vista de Gibal.
Las
embarcaciones que venían detrás de la vanguardia habían empezado a virar para
evitar el daño pero el señor de los martillos y las centellas quedó atrapado en
lo cerrado de la formación, una veintena de dromones luchaban entre sí por
abandonar la mancha de fuego que tenían por delante. Lo buscó con la vista. A
pesar de que su melena se volvió cenicienta con los años su porte permanecía
intacto. Lo vio junto a su mascarón, al pie de su embarcación, maldiciendo por
todos los dioses que conocía. Sintió una especie de alivio, por encontrarlo. Su
coraza, otrora reluciente, había visto el paso de los años y se la veía mellada
y opaca. Ya no brillaba, ni con los barcos incendiándose en sus narices.
Recordó que un isleño jamás la cambia. No sabía si llegaría a impactarlo, había
demasiados despojos entre ambos pero al menos lo veía y se aseguró de que él
también lo viera. Parado en la quilla se quitó el jubón dejando a la vista sus
innumerables tatuajes, se los señaló mientras le gritaba en lengua del mar.
Leegstra
de Rocaforjada, observó a sus naves chocar entre sí impotente, entendiendo que
su avanzada había fracasado. Había logrado ser designado la vanguardia de la
invasión. Sitial que le auguraba la gloría en ese simulacro armado por el
general Iccarius. Las crónicas hablarían de la casa que abrió el camino en la
gloriosa avanzada al continente. Debía resultar un modesto paseo hacia un
destino rendido. Así lo habían planeado. Había resignado su parte del botín
para conseguir asistir al evento en primera fila. Lo que veía ante sus ojos era
el desastre desatado. La segunda línea tratando de asistir a sus compañeros, se
acercaron arrojando agua a los infortunados, solo para lograr avivar más las
llamas, pronto la segunda línea perdió tres embarcaciones más y en la tercera
línea se hallaba atrapado él. Justo cuando empezaba a saborear el festín que se
avecinaba, había sido emboscado por un solo barco. La vergüenza no podía ser mayor.
Solo rogaba que su sobrino, que comandaba la primera línea de dromones hubiera
ardido en el más espantoso tormento.
–General…el capitán de la nave enemiga trata de llegar hasta
nosotros, viraremos para escapar del fuego y señor…dijo el capitán de cubierta
con cara de asombro.
El general no dejaba de mirar la mancha de fuego amenazante, pero
notó que algo más había en el gesto de su segundo.
– ¡Habla de una vez!
Señor…nos está gritando algo. –le dijo y continuó dando órdenes a
diestra y siniestra tratando de dirigir al timonel para salir del laberinto de
naves entrechocando.
Leegstra
sabía que la vergüenza había caído nuevamente sobre su casa. Años había
invertido su padre en borrar su pasado de pirata para ganar favor ante las
espadas mayores. Aunque eso significara cometer los actos más terribles en
nombre de su señor. Aún en su lecho de muerte le había pedido juramento para
continuar lavando el nombre de Piedraforjada. Quería que alguna vez, alguno de
sus descendientes, llegara a poner su nombre en el Salón de la Forja, fundir la
espada y la coraza en la fragua sagrada, ofrendando su acero a la Madre Forja.
Quizás conseguir unas nuevas para el mejor de su casa, anhelando el día en que
le fueran otorgadas. Llegaría el día en que acumulara suficientes martillos en
su coraza, merced a sus hazañas. Todos aquellos sueños ardían en el Mar Oscuro
frente a la Bahía de Marfil, y el hombre que se los había arrebatado ya
empezaba a divisarse entre el humo y el fuego. Gritaba a todo pulmón, pero
nadie entendía lo que decía. No podían, era la lengua del mar. El que
vociferaba se señalaba el pecho, le mostraba algo, sin preocuparse porque su
nave estaba casi envuelta en llamas. Su segundo seguía impartiendo órdenes y
parecía estar logrando hacerse camino entre los demás dromones. La única salida
fue arremeter contra sus propios barcos, aún a costa de hacerlas zozobrar.
Siguió mirando al vociferante tratando de entender por qué le gritaba eso.
Ahora empezaba a señalarlo. Parecía conocerlo. El creyó saber quién era pero
luego dudó. Tantas matanzas, tantos enemigos, tantas casas agraviadas en nombre
de sus señores a lo largo de su camino, ¿cómo saberlo? lo que era seguro es que
alguno de todos ellos había logrado encontrarlo y acabar con el honor de su
casa, en una noche cerrada, acometiendo contra la flota más numerosa que se
recordara, con un solo barco. Volvió a maldecirlo con todas sus fuerzas
mientras ese hombre solo repetía una y otra vez lo mismo, aún no entendía por
qué ese hombre gritaba una y otra vez…
–demasiado lejos de la tierra…demasiado lejos de la tierra…
El general desenvainó su espada y lo señaló…– ¡Ven por mi
malnacido! –dijo en perfecta lengua del mar, un dialecto que hacía mucho tiempo
no usaba. Y entonces sintió el calor barriendo el aire en un destello cegador.
El barco enemigo estalló en una inmensa bola de fuego naranja rojiza,
llevándose los gritos, el extraño marino que vociferaba, sus martillos cruzados
junto a la centella pintada de amarillo. Se llevó su sueño de dar honor a su
casa y escribir su nombre en algún salón de Piedramayor, allí en el enorme
castillo oscuro que se elevaba en la ladera del Monte de la Diosa. Se llevó la
ambición de ver finalmente el emblema de su casa coronar el portal de la espada
rota, y dar finalmente gloria a su linaje maldito, tal como su padre le había
reclamado. Pero nada de eso ya importaba. La carga y el sueño de borrar el
pasado de su casa, se elevaron hacia la negrura de la noche, fugazmente
iluminada, junto con toda la flota de Piedraforjada, y luego se apagaron por
completo, perdiéndose para siempre. Lo último en apagarse fue una espada, que
lanzada como proyectil ardiente, fue a clavarse en el casco de un dromón
rezagado, que por su impericia no había podido llevar el ritmo, librando a su
tripulación del desastre.
Los marineros curiosos, con esfuerzo lograron
rescatarla y se la mostraron, como quien muestra un animal misterioso, a su
capitán que no dejaba de contemplarla sorprendido. La hoja estaba ennegrecida y
el mango aunque dañado parecía ornamentado. La sostenía con firmeza una mano
cercenada, cuyos dedos llevaban los vistosos anillos del señor de
Piedraforjada, parecía asirse con fuerza a la empuñadura, aunque no hubiera
brazo que la tensara. El capitán la guardó con respeto sin tocar esa mano que
aferraba la espada, esa mano que desmentía la muerte, como negándose a aceptar
su destino.
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