lunes, 1 de octubre de 2018
La prueba del rey
Lurzt había nacido como una fortaleza que controlaba el paso de la montaña. Una modesta construcción con torres y empalizada que dominaba las alturas del Espinazo. Como todo lugar que ofrecía refugio en regiones peligrosas fue creciendo aceleradamente, recibiendo voluntarios y aldeanos que cada vez temían más por lo que bajaba de la montaña, o subía de los llanos. Había algunas casas en su interior donde las aldeas cercanas montaban un modesto mercado y dependencias particulares. Se pensó en tener algunas casas para las familias de los soldados, pero quién elegía ese destino solía no tener demasiado arraigo. Pronto albergó a numerosas familias y se volvió un verdadero pueblo de montaña.
La fortaleza nunca cayó. Resistió numerosos embates de enemigos de todo cuño. Pero poco quedaba de ella. Ningún noble del sur quiso vivir allí, estando tan expuesto. El castillo real se construyó en la comodidad del valle, más allá del río, en la continuación del camino alto que pasaba a llamarse camino real. Lo que no lograron las espadas enemigas lo consiguió el sello del príncipe mudando a los mejores hombres de la guardia y dejando algunos voluntarios para reemplazarlos. En tierras más propicias se había construido un imponente castillo, lejos de las amenazas, y se buscó a los mejores para que lo guardaran.
De ese puesto en el que un puñado de guerreros mantenían a raya a los tribus de los llanos y los bandoleros que asaltaban a los comerciantes en el camino alto poco quedó. Hoy era ruinas. Las más gloriosas que se conocieran supo decir el general que cerró para siempre sus puertas. Supo tener capitanes de renombre a cargo. Guerreros que nadie osaba desafiar y que se retiraban al sur cuando cumplían su guardia. A veces tardaban años en reemplazarlos, en la mayoría de los casos porque nunca más abandonaban el fuerte.
Se dice que debías pasar un desafío mortal para ser parte de las filas del fuerte. Le llamaban el desafío del rey porque se contaba que así reclutaban los sinarcas en el lejano Kamistán. El voluntario debía vencer en lucha a varios de los soldados del fuerte, cada uno especialista en un arma específica. Luego tenía que pararse sobre una delicada alfombra carmesí, sin ensuciarla y con un arco darle a un blanco que apenas se divisaba por la ventana de la torre. Se pensaba que era un desafío imposible pero se cuenta que algunos lograron pasarla para convertirse en soldados con derecho a vivir allí. Podías vencer en la lucha y retirarte como muestra de valor, pero si ponías un pie sobre la alfombra debías completar el desafío o perder la cabeza. Nadie abandonaba la alfombra sin haber cumplido su cometido. La mayoría que pasaba los primeros desafíos simplemente luego desistía de continuar. Vencer a soldados experimentados era suficiente prueba y confiaban en ello para ser aceptados, pero hubo algunos que siguieron adelante.
Se cuenta que uno de los últimos en intentarlo fue un muchacho. Uno delgado, pero con el cuerpo marcado por el esfuerzo. Dijo que había escapado de la muerte y que estaba allí para demostrar algo. Muchos se rieron, aunque no tanto cuando empezó a vencer a soldados mucho más fuertes que él. Y rieron menos cuando se paró descalzo, con decisión en la alfombra y tomó el arco con una sola flecha. Tensó lentamente el arco sintiendo la oposición de la cuerda, palpando la fuerza, el balance de la madera que crujió por el esfuerzo. El arco parecía empezar a partirse. Recién allí comenzó a elevar el arma buscando el ángulo correcto. El capitán de la guardia disfrutaba de los que se paraban allí sin temor a perder la cabeza por un tiro imposible. No importaba si fallaban. Para él ya habían dado la talla aunque nunca lo dijera. No habría decapitación alguna, sólo eran retenidos en las mazmorras un rato para dar dramatismo al asunto. Necesitaban ver de que estaban hechos los postulantes y no se le ocurría nada mejor. Luego de apuntar a la ventana el muchacho bajó el arco y apuntó al fondo de la gran sala y soltó la flecha. Todos se cubrieron lo más que pudieron mientras la flecha silbó partiendo el aire. No parecía apuntar a nadie en particular. En medio del revuelo el muchacho escapó por los establos como alma llevada por el mismo averno y nadie pudo dar con él o volver a verlo. El capitán se acercó a la flecha que se hallaba incrustada en la pared, atravesando el estandarte de la casa real de Lurzt. Las dos torres con un águila coronando el paño, y en cada torre una pequeña ventana, y en el centro de una de ellas, la flecha perfectamente ubicada.
El capitán llamó a los suyos y dio por terminada las pruebas. El mensaje era claro. Pero no podía darlo a conocer a todos así que reunió a sus hombres de confianza.
─Hermanos, nuestro escudo son dos torres, símbolo de esta fortaleza,y el castillo de Lurzt, sobre ellas se alza el águila que todo lo contempla desde las alturas, esa ha sido siempre la permanente vigilancia de la guardia real. Esta flecha atraviesa la ventana de nuestra fortaleza...el príncipe nos ha dado la espalda, esto ha sido un aviso...
─¿De quién hermano? ─se animó a preguntar uno.
El capitán miró a sus hombres pero no contestó y los despidió con un gesto. Si finalmente los rumores eran ciertos y les quitaba el apoyo quedarían a merced de sus enemigos. Porque nadie en su sano juicio tomaría la responsabilidad de debilitar la frontera. La única manera de que esto se llevara a cabo era que el bastión cayera finalmente. A pesar de lo privilegiado de su ubicación no era imposible que fueran sitiados. En el este siempre estaba presente el rumor de que el día de la rebelión estaba cercano. Y que los reyes de la moneda y sus exigencias había colmado la paciencia de los clanes, al punto de dejar de lado las diferencias y unirse contra ellos. Se decía que el este empezaba a organizar su respuesta. Y si finalmente llegaba la invasión. Es posible que el principe de Lurzt hubiera negociado abrirles la frontera. Franquearles el paso con la promesa de que su castillo fuera respetado, pero todo lo demás quedaría librado a su suerte. El capitán se había negado a creerlo pero en el fondo temía la cobardía del príncipe. Jamás había sido propenso a las lealtades fuertes. Después de todo, los Angras, la casa fuerte del este, y la casa Astrim tenían antepasados en común. El primer comandante de Lurzt fue un guerrero de ese clan y se quedó allí cuidando el único paso de montaña de la región de los valles. El Portezuelo. Con el tiempo los lazos se debilitaron pero la huella permanecía a modo de excusa. Sobre todo en tiempos de guerra. Tendría que ser claro con sus hombres. El comandante Bashnya contaba con el respeto de la guardia de Lurzt. Era tiempo de volver al castillo. Quedarse significaba soportar un asedio contra quien sabe que fuerzas. Todavía tenía la flecha del muchacho en la mano. Sonrió con resignación. Había empezado el día probando a otros y terminaba siendo probado de la misma manera. Había caminado por la sala absorto en sus pensamientos y cuando alzó la vista estaba parado junto a la alfombra carmesí. No se dio cuenta como llegó hasta allí y estuvo a punto de apartarse pero se detuvo un momento. Dio el paso y se puso sobre ella con determinación. Había tomado la decisión. Estaba listo.
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