Memorias del escriba
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miércoles, 22 de agosto de 2018
La senda del innombrable
Los tres reyes de la moneda fueron decapitados juntos en la ciudad de los cinco templos una semana después de que fueron derrotados en los llanos floridos de Margón. La ciudad jardín se hallaba parcialmente destruida, marchita como una flor que había atravesado la tormenta. Los habitantes fueron obligados a observar el fín de su era y el esplendor de la edad de la moneda, agolpados y rodeados de soldados del este sin posibilidad de escape. La plaza de los mercados estaba desconocida. Silenciosa y humeante. Había sido el epicentro del comercio de todo el continente por décadas. Allí podías encontrar cada lengua y nación representadas, en la armonía perpetua que brindaba el acuerdo común de que allí sólo había una moneda para comerciar, separada en tres valores. La moneda de cobre con la efigie de Ladislao, la de plata para Segismundo y en el oro se reconocía a Casimiro. De esa manera serían vulgarmente conocidos. Aquel día, en que el sol no se veía a causa del humo de los incendios.Aquella mañana cuando todo era llanto y desolación un hombre abandonó la mortalidad para ser leyenda.
No se sabe muy bien si era uno de los herederos del reino, o capitán de la guardia real, algunos arriesgan que era un simple mercader. La versión más extendida decía que era Sigaión, segundo hijo de Ladislao. Se dice que lo acorralaron en las catacumbas de la ciudad, justo debajo de la plaza de los mercados junto a sus hombres, Dicen que fueron la última resistencia. Que se negaron a entregar las armas luchando en corredores estrechos que impedían que el gran número de soldados del este prevaleciera. Y aunque no tenían escapatoria lucharon a brazo partido con la furia de un animal acorralado. Se habían juramentado mostrar el viejo orgullo de Margón y no rendirse. Pasaron horas y los corredores se llenaron de sangre. Sigaión no cedía ni permitía a los suyos hacerlo. Los capitanes sabían que no podían doblegarlo y la ciudad podía sublevarse si eran tomados como ejemplo. Sin embargo los generales querían exhibir sus cuerpos en la plaza. No había lugar para mártires.
Cuando se agotaron sus fuerzas se atrincheraron en la recámara de los oficios y empaparon todo con aceite. Preferían arder que rendirse. Pero había entre las filas del este un general muy astuto. A quién se le atribuye haber revelado la identidad del rebelde. Llevó a la familia de Sigaión hasta allí. Su esposa e hijos ante él. El general sonreía con su espada desenvainada amenazando a su prole. Sigaión miró a los ojos a su esposa, le sonrió a sus hijos y contempló con pena al general, que ya no sonreía. El segundo hijo de Ladislao dio la orden e incendió el lugar llevándose con él una compañía completa. Algunos soldados del este que escaparon del fuego juran que lo vieron caminar entre las llamas. Que la muerte le franqueó el paso y no se atrevió a llevarlo. Que había más fuego en sus ojos que en toda la estancia, que ardía violentamente. Y fue tanto el incendio allí abajo que horadó finalmente el piso de la plaza y se hundieron en ella los cadalsos con los reyes decapitados llevandose también a los verdugos. Los Angras no eran hombres que creyeran en la fortuna, eran hombres de voluntad, y nunca olvidaron la lección sobre lo que la voluntad realmente era.
Aunque nunca encontraron su cuerpo decidieron exhibir uno con armadura real y mostrarlo como él, pero su pueblo nunca lo creyó. Lo crucificaron en esa misma plaza para que todos contemplaran al rebelde y su final. La gente se miraba entre sí y murmuraba por lo bajo. Tarde entendieron los invasores lo que el resto sabía. Ese no era Sigaión. El cadáver lucía completo y al segundo hijo de Ladislao siempre le había faltado una mano.
Más de un general fue hallado degollado en su propia cama luego de ello. Los capitanes apresaron y torturaron a cuanto simpatizante del principe hallaran por allí pero la leyenda se extendió y el ejército que nunca había perdido una guerra comenzó a perder la batalla.
La resistencia continuó todo el tiempo en que los Angras reinaron en Margón, sólo interrumpiendose cuando los titanes llegaron. Un enemigo escurridizo, casi una sombra, atacaba en la oscuridad de la noche con su banda de espectros y mataba partidas completas de guardias antes de desaparecer. El miedo se instaló en las filas esteñas. El pueblo hablaba de un principe salvador. Y también de la venganza hecha hombre. Tantas eran las historias que se contaban que se prohibió nombrarlo bajo pena de muerte en toda la comarca. Querían matar su memoria aún sabiendo que eso sería imposible. Lo que la gente callaba se mostraba cada mañana cuando los cuerpos de los soldados aparecían sembrados por Margón. Nadie más lo nombró porque en realidad no hacía falta. La gente sabía que tenía rey. Un rey sin nombre, el innombrable.
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