En los inviernos más crudos, cuando más se sufría la falta de alimentos, las tribus, bandoleros y a veces mercenarios del este, entraban al valle para saquear los pequeños poblados de frontera. No sólo buscaban provisiones para sobrevivir el frío. También había quienes gustaban de hacer daño a los habitantes del valle del dragón. La guardia del reino no cuidaba demasiado las fronteras pero cuando el daño era grande enviaban alguna partida destinada a castigar los desmanes.
En unos de esos ataques fugaces, la victima fue el pequeño poblado de Hua. Los moradores eran gente aguerrida y decidieron defenderse, se desató entonces una verdadera carnicería. Sólo un puñado de niños de la aldea sobrevivieron y fueron llevados para ser vendidos en el gran mercado. Durante la segunda noche de viaje un niña flacucha y fibrosa que solía pastorear cabras en las alturas se levantó en silencio. Acostumbrada a defender su rebaño de los lobos, matándolos si fuera necesario, decidió proteger a los últimos de su aldea dando cuenta de la partida de mercenarios. Los mató uno por uno, sin hacer ruido. Tuvo dificultades con el último, el más fuerte, ya que este le cortó el rostro justo bajo el ojo en una herida que llegaba hasta el mentón. Pero ella no retrocedió y cortó el muslo del hombre justo donde la sangre sale como torrente. Allí perdió toda fuerza el último de ellos. Ella le pidió el nombre de su líder y éste para intentar salvarse nombró al emperador del este, pero esto no impresionó a la niña. Nada lo salvó de ser degollado.
El resto de los niños tuvo miedo de la muchacha, de su destreza, de que estaba cubierta de sangre y de su mirada, furiosamente serena. Ella los dejó a todos en una granja de cerdos en un valle cercano. Se presentó cubierta de sangre y restos y le dijo al granjero que los cuidara, que un día volvería. Aceptó que la esposa de este le cubriera la herida con un emplasto pero no se quedó. Dijo que aún le faltaba mucho camino, que iría en busca de un maestro que le enseñara a luchar. Uno de quién se contaban leyendas pero que nadie conocía. Dicen que este maestro que todos llamaban Saukendar realmente existía y que lo encontró finalmente. Que este muy a su pesar le enseñó el canto del cuchillo, y la danza de la espada. Junto con el resto de la música de guerra. Y que aunque llevaba años viviendo como un ermitaño lloró por su partida. Un día ella se despidió diciendo que ahora tocaba volver por los suyos y refundar su aldea. Que ya no necesitaba ir a buscar al emperador porque este venía finalmente hacia ella. Y aunque reunió a los suyos y los trajo de vuelta, entendió que su vida ya no estaba allí.
Una partida fronteriza que buscaba bandoleros se encontró con un grupo de aldeanos reconstruyendo su hogar. Al mando y cuidado de ellos sobresalía una mujer atlética, delgada y fibrosa con mirada fiera. Una cicatriz le surcaba el rostro. Estaba vestida de guerrera, aunque varias de sus prendas parecían ser masculinas. Al principio no emitió palabra a la partida y todos asumieron que era muda. La líder de esa expedición se llamaba Rebecca y la tomó como escudera al conocer su destreza. Pronto se destacó entre los demás soldados y aún siendo mujer derrotó a la mayoría de los hombres que enfrentó. Fue guardia de Rebecca cuando ascendió a capitana y muchas veces libró su vida en batalla.
Podía hablar elocuentemente pero prefería no hacerlo. Herencia de su vieja promesa de no volver a hablar hasta cumplir con su juramento. Prefiere los gestos a las palabras y las batallas a las reuniones de taberna. Dicen que si le preguntas a quién espera te señalará hacia las montañas, pero no dirá nada. Y si preguntas que hará cuando lleguen se encogerá de hombros y tampoco dirá nada. Pero si observas bien entenderás que la verdad siempre estará en sus ojos, en la intensidad de su mirada, llena de muerte.
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