Los llanos meridios siempre había tenido la tradición de la lucha en el corral. Enfrentar a dos guerreros dentro de una empalizada circular. Fuera de ella la multitud se agolpaba para vivar a su crédito local, a su pariente o amigo, quizás un simple vecino que necesitaba algunas monedas antes del invierno. Allí fue que empezó a sonar su nombre. Y si escuchabas de alguien las suficientes veces era porque ganaba sus combates. La muchedumbre podía pedir por la vida del vencido. Sólo bastaba que lanzaran monedas en rescate y el ganador se haría dueño de ellas perdonándolo. Dicen que el rompe escudos nunca levantó una moneda del suelo. El no vencía para perdonar. Si entrabas a la empalizada con él era ganar o morir.
Su mazo lo obligaba a usar ambas manos. Por eso despreciaba a los que usaban escudo. Y nunca terminaba un duelo sin antes partir el de su rival. Era una especie de ritual.
Era ágil para su tamaño. Eso confundía mucho a sus oponentes. Lo creían lento y predecible, y él muchas veces los dejaba pensar así. Hasta que llegaba el momento en que mostraba sus dotes y apabullaba al rival con series de golpes largas y contundentes. Perdonó a pocos, quizás por no considerarlos dignos. Muchos entraban a pelear por hacerse un nombre, o al menos hacerse una cena. A veces simplemente eran pecados de juventud. Pero si encontraba alguien con una mínima posibilidad de vencerlo no le daría una segunda oportunidad.
Como muchos acaba yéndose de los llanos cuando la invasión terminó con las prácticas de lucha habituales. No tenía con quien enfrentarse, quizás mucho antes de que el este llegara con sus tropas. Nadie entraba a la arena para arriesgarse a morir, aunque pagara bien. Todos buscaban escaramuzas menores con rivales de poca monta. Esos que buscaban más el espectáculo que otra cosa. El rumor de que se arreglaban las peleas era frecuente junto con la sospecha de que las monedas con las que se rescataba al vencido eran repartidas entre ambos contendientes. Nada de esto sucedía con Arlorg, y la gente respondía agolpándose para verlo luchar. No había dinero que libre a un oponente digno, y si era indigno, no se humillaba perdonando por algunas monedas, si no era rival lo dejaría magullado pero vivo mientras abandonaba la arena despreciando el duelo. Una vez dio cuenta del esclavo de un
Llegó hasta el extremo sur en su búsqueda de contendientes para su mazo. En la puerta de los dioses supo que no se permitían armas en la ciudad. Sólo en los templos pero no aplicaba para ninguna fe así que se quedó en el portal de la mano desnuda esperando por otros que se negaran a entregar las armas. Pero pasaron días y la gente no ponía reparos en dejar las espadas allí. El no podía creerlo. Él nunca hubiera dejado su mazo en manos ajenas, ni por un momento. Fue allí que un embajador venido desde el mar lo encontró. O al menos eso le dijo Chaban cuando lo vio en la puerta. Le pagó generosamente para que le sirva de protección en su viaje hacia las montañas. El espinazo del dragón era una región de la que se contaban demasiadas historias. Ningún recaudo era demasiado en esa zona y el supuesto embajador no pensaba arrisgarse. En el camino le contó la historia de los fantasmas de la montaña. Su guerra con criaturas monstruosas y tropas imperiales, su permanente desafío contra fuerzas impensables. Aquello le dio a Arlorg una esperanza de por fín estar donde era su lugar. Su mundo. Acompañó al diplomático en base a esas promesas, y una abundante cantidad de oro. No sabía si sería recibido pero no le importó. Ël encontraría la manera, probaria su valía. Nadie podía ignorar la fuerza de sus brazos ni la efectividad de su mazo. Porque en realidad no era lo que llevaba en las manos su prueba. El mazo era él, el que yacía debajo de las pieles y la pechera de cuero endurecido. El que había sido invicto en todos los torneos. Y había recorrido a salvo todos los caminos. Llevara una espada o un hacha, una lanza o un madero. Nada cambiaría su naturaleza. El seguiría siendo siempre el mazo de hierro.
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