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lunes, 3 de septiembre de 2018
Profecía de la errante
Sucedió hace mucho. Cuando la primer pitonisa empezó su larga marcha al sur. Surcó las tierras baldías, y las habitadas. Toda tribu y todo reino conocía que ella era la portadora de la profecía. Cada pueblo le ofrecía al mejor de los suyos para que la acompañe. Era una manera de obtener el favor de todos los dioses. Porque en cada punto cardinal se adoraba a uno distinto pero en todos los ritos se la nombraba. El herrero del este, el ojo del sur, los guardianes del fuego del oeste. Los cultos prohibidos del norte. Aún la magia oscura de las montañas o la verde de los valles sin venerarla la respetaban. Cuando ella empezaba a caminar la tierra se acercaba el fin de una era. Se decía que andaba en busca de un justo que evitara la llegada de la noche que se come al mundo. Y que pesaba el corazón de los postulantes con la esperanza de hallarlos dignos. Si los encontraba en su camino sería una jornada sencilla pero si llegaba al sur sin hallarlo vagaría por las ciudades de los hombres en un último intento de evitar la catástrofe.
Así sucedió aquella primera vez, cuando desanimada, la pitonisa se sentó en la fuente de la plaza de Verbogón sabiendo que su misión había sido inútil. No había encontrado un hombre justo que sea digno de llevar el sello que rompe la noche y llama al amanecer. Allí sentada junto a la fuente tuvo sed. Y pidió agua a cada uno de los que cruzaba por allí, con sus ropas hechas harapos después de las interminables jornadas de camino que había protagonizado. Sus pies sangraban en sus humildes sandalias desechas. Ningún hombre paró su marcha y la asistió ese día. Cuando cayó la tarde una mujer se acercó con su cántaro a recoger agua y la observó apiadándose de ella. Le dió de beber y lavó sus pies heridos, luego la invitó al templo de la luna para que repose ya que temía que la noche la sorprendiera a la intemperie.
Una vez en el hogar de las novicias entendió que la profecía podía tomar mucha formas. Allí moraba la virtud que no había encontrado en su larga marcha. Llamando a una de las novicias le preguntó por la que estaba a cargo del lugar, pidiéndole que se presentara. Convocaron a la madre del templo para que conozca a la invitada, viniendo ante ella la misma mujer que le había dado de beber en la fuente.
Con sencillas palabras se dio a conocer y le entregó la profecía que guardaba para el elegido.
─Serás la que llame al alba y darás fin a la noche del mundo, vuelve esto tu misión más alta y sagrada. Portarás el sello que tiene el poder de cancelar las sombras. En tu diestra y tu siniestra. ─ dijo tomando sus manos de la madre del templo donde los símbolos del fin de la noche aparecieron marcados a fuego. Luego de esto la pitonisa entregó el espiritu y murió allí mismo al ver por fin su destino cumplirse.
Ese día nació la orden de las hermanas de la luz. Que ahora debían prepararse para cumplir la sagrada tarea de defenderla. Y para hacerlo debían combatir las sombras. Se adiestraron en todas las armas y formas de combate siendo maestras en el arte de la lucha. El templo de la luna ya no sólo fue refugio de los desvalidos, cuando la oscuridad de la noche acechaba. Ahora también era cuna de guerreras virtuosas que simbolizaban las estrellas que combaten la oscuridad de la noche y velan por el día hasta que despunte el alba. Las hijas de la luna se vistieron de guerra para este propósito siendo guerreras temidas por cualquiera que osara enfrentarlas. Jamás venderían la espada ni buscarían más compañia que la de sus hermanas en momentos en que la oscuridad amenazaba. La noche se cernía sobre el mundo de los hombres pero ellas estarían allí para ponerle límite a la oscuridad. La virtud nunca estuvo más a salvo que entre las paredes del templo de la luna y en los corazones de ellas. Aguardando ese ocaso que pretendiera extenderse. Esperando por la negrura que se negara a retirarse. las guardianas del sello esperan con sus espadas afiladas, listas para rasgar el velo de la noche.
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