Hubo un tiempo en que los reinos de los hombres eran lejanas formas, suaves esbozos sin gloria, hasta que un día las siluetas de los barcos se recortaron en el horizonte.
El sur fue en un comienzo el puerto de entrada de las distintas creencias cuando los tres primeros llegaron. Pueblos distintos que escapaban de otras tierras donde la noche finalmente reinaba. Así fue como la primer ciudad se fundó cuando desembarcaron en la inmensa bahía. Allí moría una poderosa corriente que atravesaba el mar oscuro, que fue tomada como una señal de la voluntad de los supremos. Ese puerto y la ciudad que lo rodeó fue llamado Verbogón, "puerta de los dioses" y los designios lo marcaban como terreno sagrado donde no podía desenvainarse la espada. Seria conocida para siempre como la ciudad santuario. Ese fue el pacto primigenio entre los tres pueblos. No luchar entre sí respetando su legado y sus creencias. Esa ciudad tendría los tres templos y tendría su propia guardia sagrada que respondería a los sacerdotes de cada credo. Esta ciudad sería la inspiración de los reyes de la moneda para fundar luego Margón conteniendo los tres credos y las dos órdenes de la magia.
Los pueblos decidieron ir en direcciones distintas. Los guardianes del fuego siguieron la costa en dirección al oeste fundando en el camino Dom Plameni "casa de la llama" erigiendo un templo y estableciendo un asentamiento alrededor. Un pequeño grupo guardaría su lugar sagrado y lo atendería. Los otros fueron en sentido opuesto y se separaron enseguida siendo que unos siguieron la costa hacia el este hasta encontrarse con las montañas, que les cerraban el paso. Allí se fundó Yurzhani, "el extremo de la tierra" donde los adoradores del ojo finalmente se asentaron.
El pueblo restante siguió camino hacia el interior en busca de un destino definitivo. Se internaron en tierras de extraordinaria belleza prácticamente inhabitadas. Sólo en el norte había un pueblo numeroso, del que todos huían y decidieron evitarlo. Los resistieron tribus esparcidas por el llano pero sin metal no eran rivales y no pudieron ofrecer demasiada oposición. La conquista fue inevitable.
Buscaban planicies fértiles ya que eran numerosos, conocían el arte del metal y pensaban en la guerra. Se encontraron con las montañas y un estrecho pasaje que cerraba las llanuras del sur y decidieron establecer un destacamento militar allí. El tiempo lo conocería como Lurzt. Cruzando el portezuelo y siguiendo el sendero natural que recorría las cimas tuvieron que optar entre su diestra y su siniestra. Allí sucedió el cisma que definió su destino. Los sacerdotes de la forja indicaron la siniestra de los llanos, el grano abundante y inmensidades que habitar. A los generales les pareció que las llanuras centrales eran indefendibles e hicieron valer su primacía, así que eligieron el este y se encerraron en el, pasando más allá de las montañas donde había menos planicies pero más ventajas para la defensa. Los hombres sagrados de la forja se sintieron menospreciados y negaron su consejo en los tiempos posteriores en lo que se llamó "el silencio del herrero". Los generales, orgullosos de si mismos y queriendo tener la decisión final se aislaron de todos dando la espalda a la madre forja. Se dedicaron a fortalecerse y reclutar para engrosar los distintos grupos, pero eran demasiados y pronto se enfrentaron entre ellos. Eran clanes guerreros, encerrados por propia decisión. La guerra no tardó en nacer en sus corazones y ya nunca podrían unirse para la conquista. Permanecieron divididos y enfrentados entre sí luchando por la primacía. El pueblo seguía sirviendo al herrero, eterno dador de los metales que forjaba espadas y azadones, hachas de guerra y comunes, clavos y dagas. El herrero lo prodigaba todo y a su palabra se ceñían, pero sus líderes habían dado la espalda a los sacerdotes y ahora estos castigaban con su silencio en las guerras. La guía para la batalla se había perdido y la fe entró en un cono de sombra al no haber quien declarara la voluntad de la forja. Ese período cambió por completo a un pueblo orgulloso compuesto de varios clanes, convirtiéndolo en un racimo de tribus enfrentadas. Le tomó siglos recuperarse de esa fragmentación, ya que con el silencio se había ido mucha de la sabiduría para la forja y la elaboración del preciado acero. Sus armas ya no eran tan afiladas ni sus armaduras tan resistentes. Dejaron de ser una amenaza para otros por generaciones enteras, allí perdidos en el este, sumergidos en sus disputas internas. Hasta que un día volvió a sonar la voz de la forja de la mano de su mayor profeta. Bacilus Angras, el elegido, sacerdote que se convirtió en general. La voz y la espada fueron reunidas como antaño. Y nuevamente la forja tuvo voz.
Se había roto el silencio y una familia había proyectado su linaje como heredera de la fuerza, para malestar del resto. Cuando el profeta murió, los conflictos volvieron pero los elegidos de la forja resistieron a todos los demás, los Angras soportarían todos los intentos de despojarlos de su autoridad. Los generales prevalecieron y el viejo anhelo de conquista renació. El silencio del herrero había acabado y ahora la forja cantaba alegre los destinos esteños.
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